Clara Beter, por César Tiempo

Para hablar de Clara Beter debemos remontarnos a los años aquellos en que Enrique Tiraboschi cruzaba a nado el Canal de la Mancha, un punch formidable de Luis Ángel Firpo arrojaba del ring del Polo Ground de Nueva York a Jac
k Dempsey, Stefan Zweig terminaba de escribir Amok y Thomas Mann La Montaña Mágica, Armando Discépolo ponía en escena Mateo, un requiem melancólico para los coches de plaza, Gershwin componía su Rapsodia in Blue, iba a publicarse Don Segundo Sombra, se disolvía el dúo Gardel-Razzano, don Florencio Parravicini era electo concejal, eran condenados a muerte Sacco y Vanzetti y en una quinta de Villa Ballester Pedro Juan Vignale y mi álter ego levantaban los andamios de la Exposición de la actual poesía argentina.
Ubicuos, más por necesidad de encontrarnos a nosotros mismos que a los demás, alternábamos simultáneamente con los bogavantes de Boedo y de Florida, peregrina clasificación que nucleaba a los poetas y prosistas agrupados alrededor del periódico Martín Fierro y de la revista Claridad.
¿Cuándo habría de imaginar Mariano Boedo, el salteño inflamado y almacigado, representante de su provincia en el Congreso de Tucumán, que su apellido serviría de bandera, a más de un siglo de distancia, a un movimiento literario? Boedo es hoy una calle y un barrio, una calle que nace en Almagro —”cuna de tauras y cantores, de broncas y entreveros”, como reza el tango— y termina en las inmediaciones del Parque de los Patricios, un barrio que avanza longitudinalmente como los alguaciles en el malón de las tormentas. Por esa calle y por ese barrio hubo un tiempo en que pasó a pesar de todos los pesares uno de los meridianos de nuestra literatura. De no haber ahuyentado a sus corifeos, Boedo habría sido a Buenos Aires lo que Saint-Germain-des-Prés a París. Es evidente que el barrio no puede estar colmado de los recuerdos del quartier parisiense donde tuvo su imprenta Balzac, terminó sus días Oscar Wilde y funcionaba el café de Deux Magots, cuartel general de la nueva literatura. Sin embargo Boedo también tuvo lo suyo. Por allí pasó Darwin rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya, pontificó José González Castillo, el dramaturgo de La mujer de Ulises, debutó Francisco Charmiello, un cómico memorable, anduvieron prohombres de la política, ases del fútbol, artistas, cantores, periodistas, hombres de ciencia que, imitando al autor de El origen de las especies, partieron a su vez hacia los mataderos de la inmortalidad.
Cronológicamente el grupo literario de Boedo apareció antes que el de Florida. El primer número de Martín Fierro sale a la calle en febrero de 1924, el primero de Los Pensadores (así se llamó antes de convertirse en Claridad) en febrero de 1922. Conviene aclarar que el nombre de la revista de Boedo no implicaba una actitud ingenua y petulante de autosobrevaloración ya que llamarse a sí mismos los pensadores invitaba más que a otra cosa a la tomadura de pelo. La revista fue bautizada así por el fundador de la editorial, Antonio Zamora, porque al comienzo se limitó a publicar en cada salida una obra maestra de la literatura universal, poniéndola al alcance de los lectores más modestos. El ejemplar se vendía a veinte centavos moneda nacional. Los pensadores no eran pues los muchachos de Boedo sino los maestros popularizados por la revista. El primer número de la misma incluía el famoso Crainqueville de Anatole France, que acababa de ser teatralizado por Samuel Eichelbaum, a quien conocimos precisamente en la imprenta de Independencia y Boedo. Nos lo presentó Elías Castelnuovo.
Nuestro álter ego, que allá por el año 1923 había lanzado a la calle, junto con otros camaradas del Colegio Nacional, una revista —Sancho Panza— en la que colaboraron Scalabrini Ortiz y Álvaro Yunque, que todavía no había publicado Versos de la calle, uno de los momentos más cargados de electricidad pitagórica de nuestra poesía —botella de Leyden arrojada a un mar de oscuras aguas combatidas—, recuerda que tuvo ocasión de presentar al poeta a Luis Emilio Soto, el mismo que hasta hace poco enseñaba a los jóvenes estudiantes de Ann Arbor, en Michigan, los valores de las letras iberoamericanas, y que entonces trabajaba en una barraca de cal mientras afilaba su escalpelo de exégeta. Yunque, Soto y yo estábamos ligados no sólo por comunes ideales, sino por la calle Entre Ríos común y nos veíamos con frecuencia.
Cuando se resolvió cambiar de fisonomía —luego de nombre— a Los Pensadores llevé a Yunque y a Soto a la acogeta de Elías Castelnuovo, en la calle Sadi Carnot, a unos pasos de Rivadavia (73 escalones, apenas algunos menos que los de la Torre de Pisa). Una habitación limpia como el ojo de un pez, de la que recuerdo una mesa de trabajo sobre la que descansaban una calavera y un ejemplar de la Imitación de Cristo. Se habló mucho y el dueño de casa terminó leyendo un poema que desconcertó a los visitantes. Castelnuovo no tardaría en ponerse a la cabeza del movimiento Boedo que se fue formando aluvionalmente como una provincia holandesa. ¿De dónde había salido el autor de Tinieblas, promovido de un modo fulminante a la notoriedad? Por de pronto se sabía que era uruguayo, como Lucio V. López, como Horacio Quiroga, como Florencio Sánchez, como Enrique Amorim. Hijo de padre danés y madre italiana corre por sus venas la sangre de Ajasverus, el judío errante. También él se sintió impelido desde muchacho a una existencia radía y difícil. A los 14 años tenía recorrido el Uruguay, a los 20 buena parte de la Argentina, a los 25 Brasil. Conoció los oficios más increíbles y más crueles, durmió en el tálamo de la miseria sin redención en la soledad y la promiscuidad más horribles, en la selva, en la pampa, en las ciudades desalmadas, allí donde la muerte es la única caridad. Y pudo levantar el acta de acusación de una sociedad obstinada en aniquilar a los mejores. Antes de ponerse a escribir se había tatuado el alma de hechos, de imágenes y de llagas. Su primer libro mereció el espaldarazo de Roberto Payró. Hoy es un clásico.
Otro de los vectores del grupo fue Álvaro Yunque. Contrariamente a Castelnuovo el autor de Versos de la calle no venía “de abajo”. Nació en La Plata, ciudad que su abuelo, Ángel Herrero y su padre, fundaron con Dardo Rocha. Los Herrero se encuentran afincados en el Río de la Plata desde antes de 1810. Yunque se llama en realidad Arístides Gandolfi Herrero. Su familia chorreaba catolicismo y en su casa, donde había altar, como en la de Enrique Larreta, se rezaban novenas a San Roque con asistencia de vecinas. Su abuelo paterno, milanés, vino a América, perseguido por motivos políticos. Estando aquí recibió una herencia y la dilapidó. Pertenecía a una familia de pintores y militares. También de locos. Su abuela materna recibió de su padre, allá por el año 1905 ó 1906 un millón de pesos en propiedades. El marido se encargó de liquidarlas. En fin, su padre, un héroe del trabajo, alcanzó a hacerse una fortuna como arquitecto. Murió de 48 años. Yunque recién había cumplido 17. Quedó la madre viuda a cargo de los siete hijos, y los bienes dejados por el extinto se fueron extinguiendo a su vez como consecuencia de una administración incontrolada. La casa de Yunque —calle Estados Unidos 1824— fue siempre la casa de todo el mundo y cada uno de los hermanos tenía derecho a brindar hospitalidad a sus respectivos amigos, fuesen quienes fuesen y viniesen de donde viniesen. Uno de sus hermanos, luego notable reumatólogo, ensayista y poeta, es el doctor Augusto Gandolfi Herrero. Se costeó los estudios trabajando como chofer de taxi. Integró la Exposición de la actual poesía argentina con el nombre de Juan Guijarro. Otro, Alcides Gandolfi Herrero, en su tiempo boxeador famoso y campeón en su categoría, le arrastró el ala a la musa mistonga, como diría Julián Centeya, escribiendo un imborrable libro de poemas lunfardos con el título de K.O. lírico. Otro es el actor que con el seudónimo artístico de Ángel Walk y en compañía de Olga Casares Pearson, fue precursor de los morosos folletines melodramáticos que constituyen los caballos de batalla de los programas de radio y televisión actuales. Álvaro Yunque publicó su primer libro, ese rumoroso y genesíaco Versos de la calle, al filo de los 34 años, libro cuyos originales había presentado antes a un concurso de la Editorial Babel, donde estuvo a punto de ser premiado (Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta y Arturo Capdevila integraban el jurado) y que Yunque retiró a último momento para llevarlo a Claridad, a instancias de Gustavo Riccio, el poeta de “Gringo Puraghei”, ese gran muchacho, que fue uno de los primeros asesores de la editorial y a quien un mal que no perdona mató en la puerta de su casa el 6 de enero de 1927. Roberto Mariani fue por derecho propio otro de los capitanes de Boedo.
Lo conocí cuando acababa de publicar Cuentos de la oficina, el libro que le valió una notoriedad ancha y rápida, y la amistad de Payró, que le abrió las puertas de La Nación. Ya entonces parecía uno de esos personajes de Huysmans condenado al celibato y la pobreza, resignado a limpiar su vaso cuando se tiene sed y a combatir el frío caminando y blasfemando a través de una habitación nada acogedora. Llamaba la atención por ese modo tan suyo de expresarse vocalizando las palabras con una especie de voluptuosidad agresiva. Muy amigo de sus pocos amigos no toleraba bromas sobre ellos y cuando la maledicencia asomaba su pico de pájaro carpintero en las tertulias del Tortoni donde solíamos encontrarnos, Mariani que puso tantos puntos sobre las íes de su tiempo, se incorporaba, encendidas las facciones, y abandonaba la rueda. Su técnica de escritor era precisa y segura y aún lector encarnizado de Dostoiewsky, Chéjov y Proust siempre supo ser él mismo, desnudándose en la profunda piedad con que trataba a sus criaturas atormentadas y desamparadas. Ricardo Güiraldes y Roberto Mariani eran las dos únicas devociones vivas de Roberto Arlt. Siempre tan incisivo y desbocado, frente a Mariani Arlt no se permitía hacer chistes ni aludir peyorativamente a nadie. Otro escritor, Salvador Yrigoyen, cuyos primeros trabajos tuve el honor de difundir, y a quien ahora, gracias al fervor nunca desmentido de Bernardo Verbitsky, se le empieza a hacer justicia, no ocultaba su admiración por Mariani, admiración que Mariani devolvía con su nobleza y su honestidad habituales. Cierta noche, sentados en una terraza de la Avenida de Mayo, uno de los contertulios hizo una alusión ofensiva a Yrigoyen y se puso a imitar su tartajeo, Mariano se levantó, se acercó al camarada imprudente y le cruzó la cara de una bofetada, tan violenta que el chisgarabís cayó sobre Ernesto Montenegro, que estaba a su lado. El chileno Montenegro, que acababa de llegar de los Estados Unidos, nos contó entonces la violencia que se hacía Sommerset Maugham para entenderse con los productores de Hollywood, pues padecía de una tartamudez congénita. Pero esta es otra historia.
Hablábamos del autor de El amor agresivo que, retraído y áspero, después de su grumetaje fugaz en las peñas de Boedo y de la Avenida de Mayo, prefirió permanecer en la penumbra, trabajando calladamente, mientras otros más ávidos usurpaban su lugar, y distraían la atención de la crítica sobre una labor que, al lado de la suya, no tenía derecho a ninguna consideración. Si existe una justicia esa justicia revisará la ligereza de un veredicto que no concedió a Mariani el lugar que le corresponde.
El nombre de Leónidas Barletta figura junto al de mi álter ego —Israel Zeitlin—, como “secretarios de redacción” en las primeras salidas de Los Pensadores como revista polémica. Barletta confiesa ser un tímido. En todo caso no será un tímido de la raza de Hamlet, sino de la del Quijote. Un tímido que arremete. Y es que no hay que confundir timidez con pusilanimidad. Barletta da la sensación de muchas cosas, incluso la del fraile que ha colgado sus hábitos, menos la del timorato. Pero si él sostiene que es tímido debe ser así. Por aquellos años era implacable como una divinidad caldea. Cuando Nicolás Olivari y Lorenzo Stanchina, cordiales amigos suyos, tuvieron la remisible ocurrencia de publicar un libro ditirámbico sobre Manuel Gálvez, Barletta los estuvo buscando semanas enteras para romperles la jeta.
Escribiendo daba la impresión de una tormenta seca. Su intemperancia se fue calmando con los años. Tiene la edad de Eduardo Mallea y de José Rabinovich, dos narradores natos. Cuando lo conocí sonreía poco. A veces gritaba como si el lector fuera un mítin. Barbusse era así. Andaba por dentro. Barro de sueños en el horno de la vida cada día más cruel que impide tomar a broma los sueños y la vida, lo que se hace y lo que se dice. Siempre tuvo vocación de despertador. Un despertador estrídulo que suena de la mañana a la noche.
Con ellos, es decir con Castelnuovo, Yunque, Mariani, Barletta y Luis Emilio Soto y con José Sebastián Tallon, el poeta infantil y ciclópeo de Las Torres de Nüremberg, con Aristóbulo Echegaray, poeta genuino, compañero de remo en las galeras de “La Continental” y un talento vitalísimo, que recibió el espaldarazo de Miguel de Unamuno; con otros hieródulos cuyos nombres sorprenderá encontrar en las trincheras de Boedo, como Augusto Mario Delfino y Pedro Juan Vignale, se echaron las bases de Claridad, la revista que tradujo las inquietudes de una generación beligerante capaz de resistir en su momento el sirenismo de las consagraciones baratas.
Cierto día mi álter ego recibe un regalo inesperado, los Diálogos de Platón, editados por la Universidad Nacional de México. Y allí descubre la sentencia atribuida a Sócrates en Fedón o del Alma: “Un poeta, para ser un verdadero poeta no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones”. Sugestionado por la recomendación y, sobre todo, ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en los talentos del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz ítalorusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires desde el escenario de un teatro porteño. Como curiosidad señalemos que el galán de la compañía era Victorio De Sica, tan desconocido como inadvertido.
La poesía, tal cual bajó del colodrillo a las manos del embaidor, que aún no había cumplido los 18 años —circunstancia que atenúa la magnitud de la fechoría— empezaba con estos versos:
¿Te acordarás de Kátinka, tu amiga de la infancia,
esa rubia pecosa, nieta del molinero?
Kátinka no podía ser otra, claro está, que la protagonista de Resurrección —la entonces tan trajinada novela de Tolstoi— y la tónica de los versos engarzaba con puntualidad prefabricada en la estética redentorista de Boedo (o Boedowscaia, como decía Enrique Méndez Calzada, aludiendo a la devoción por Dostoievski, Gorki, Chéjov, Tolstoi y compañía, de los integrantes del grupo). Al adolescente entremetido le fue fácil deslizar entre los originales de Claridad los versos firmados por Clara Beter, seudónimo de transparente reminiscencia gorkiana. (Beter equivale a amargo). Semanas más tarde se corregían las pruebas de la revista y Castelnuovo descubre los alejandrinos nostálgicos. Estaban presentes Barletta, Vignale, Julio R. Barcos, Antonio Zamora, amén del autor de la superchería. Castelnuovo, el gran Castelnuovo, se desata en un elogio ardoroso y señala con la mejor buena fe el poema subrepticio como un paradigma digno de oponerse a los nuevos poetas fanáticos de la imagen por la imagen. Se resuelve entrar en contacto con la poetisa, estimular su vocación, invitarla a reunir en un volumen sus versos, bañados en la tristísima luz de su drama íntimo. Y sobre todo, conocer al fenómeno…
¿Clara Beter será realmente una Catalina Máslova, atrapada por el más antiguo —y deprimente— de los oficios?
—Rezuman demasiada verdad los versos, sostenía Castelnuovo, para atribuirlos a una imaginación desgobernada. Clara Beter existe.
—¡Existe!, apoyó Barcos.
—¡Existe!, corroboró el director de la revista, que veía multiplicarse la venta de la misma. Esa mujer escribe lo que escribe porque es lo que es.
El poema dedicado a Tatiana Pavlova se publicó acompañado de una notable ilustración de Manolo Marcarenha, un artista estupendo sepultado en las ajaquefas de una compañía de seguros. Y, a los pocos días, Alberto Zum Felde, el autor de Proceso Intelectual del Uruguay, maestro de críticos, consagró a Clara Beter su glosa de El Día, de Montevideo, diciendo entre otras cosas: “Por estos versos sea acaso redimida de su infamia que es la infamia de la sociedad entera, cuyo monstruoso egoísmo la ha condenado a remar en las galeras trágicas del vicio en el viraje largo a través de los ríos negros de la noche, fosforescentes de luces eléctricas. Desgarradora tragedia la de esa alma de mujer, hondamente sensible y fuertemente intelectiva, presa de la infamia del comercio sexual, envuelta en la túnica de Neso del vicio errante y mercenario, arrojada al margen oscuro de los detritus humanos”.
Lo notable del caso es que Zum Felde —alma pánica al fin— llegó a inventar a su vez una biografía de Clara Beter atribuyéndole, no sabemos porqué, desde el momento que los versos hablaban explícitamente de la Ukrania natal un peregrino origen polaco…
Piénsese en la preocupación del zascandil frente a las proyecciones que estaba tomando la superchería. Su criatura crecía por exigencias de los demás y no había manera de permanecer ajeno a sus andanzas y vicisitudes. Por esos días un íntimo amigo suyo, Manuel Kirshbaum, el actual presidente de la Sociedad Argentina de Grafología, escritor de fina sensibilidad y dueño de una caligrafía pasmosamente parecida a la de Alfonsina Storni, se radicaba en Rosario para cumplir con sus obligaciones de enrolador. La pensión de la calle Estanislao Zeballos donde se hospedaba el autor de Las Diversiones Exasperadas serviría de domicilio legal a Clara Beter.
Poema va, carta viene, poco a poco se fue configurando el libro de poemas y ampliando el círculo de admiradores de la Safo criolla. Ya en prensa el libro, al que los editores impusieron el nombre nada hermético de Versos de una…, la demora que ponía en transcribir las cartas de respuesta y los poemas el atareado corresponsal rosarino —que más de una vez cometió la imprudencia de escribir a máquina los textos de la presunta calientacamas— hicieron entrar en sospechas a Castelnuovo que se había comprometido a escribir el prólogo del libro. Empezó por delegar en dos amigos —el escultor Herminio Blotta y el escritor Abel Rodríguez— la verificación del domicilio y la consiguiente existencia de la invisible Clara Beter. En el domicilio rosarino les informaron que allí no se alojaba ninguna tal. Una excursión más prolongada y detenida por los barrios bajos, les permitió sorprender a una de las pupilas —francesa por más señas— escribiendo un epitafio rimado para un hijo que acababa de perder.
—¡Vos sos Clara Beter!, saltó Abel Rodríguez tomándola por los hombros e intentando besarla a los gritos de ¡Hermana! ¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!
Tuvo que intervenir la policía de Sunchales para calmar al autor de Los bestias. Decepcionado, escribió a Buenos Aires dando cuenta de sus pesquisas. Todo inútil. Entonces se pensó que se trataba de una ex, acomodada o casada, que no quería, por razones obvias, dar a conocer su identidad. Pero Castelnuovo no cejaba en su empeño de develar el misterio. Sometió a todos los sospechosos de su relación a una serie de pericias caligráficas, careos y confrontaciones. El enigma aparecía impenetrable y nada tenía que envidiar a la leyenda de Osian, el famoso bardo escocés del siglo III, inventado por Macpherson quince siglos después…
Mujeres inventadas las hubo y llenas de vida como Georgina Hübner a quien los autores de la superchería tuvieron que matar cuando el gran poeta Juan Ramón Jiménez se proponía viajar a Lima para pedir su mano. “Iré hacia ti —anunciaba— por sobre todas las dificultades, a casarme contigo al borde del sepulcro si es preciso”. El originalísimo poeta salvadoreño Raúl Contreras también inventó a Lydia Nogales, una mujer de hacha y tiza y canto en su juventud. Y Aristóbulo Echegaray creó a Lidia Matilde Gay, que amenazaba eclipsar a Juana y a Alfonsina cuarenta y cinco años atrás. Pero una perendeca haciendo versos conmoviendo a tantos varones preclaros no se había visto nunca.
Lo cierto es que apareció la primera edición del libraco en la colección “Los Nuevos” de la Editorial Claridad, y luego en “Los Poetas” y luego en una edición popular. Castelnuovo con el torcedor de la duda desgarrándole el entusiasmo firmó el prólogo prometido con su seudónimo de batalla: Ronald Chaves. En el mismo hacía aquella famosa afirmación que corrió por todos los mentideros literarios —los mejores escritores argentinos nacieron en el Uruguay— y que pareció enderezada a rectificar otra alegre salida de tono del poeta Jacobo Fijman quien sostenía estentóreamente que los únicos escritores argentinos que sabían escribir en español eran de origen ruso… Por supuesto que simulaba aludir a Alberto Gerchunoff, pero pensaba en sí mismo.
La venta del engendro alcanzó cifras increíbles para la época. Zum Felde le dedicó un segundo artículo en El Día, de Montevideo. Georg H. Neuendorff, desde Dresde, tradujo los poemas al alemán con destino a una editorial suiza, la misma que publicó su versión de Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri. El poeta Roberto Ibáñez le dedicó un estudio en La Pluma, de Montevideo. El perspícuo Rómulo Meneses escribió en Lima un ensayo que pudo leerse en su libro Nuestra unidad y otros panoramas, y en el cual caracterizaba a la autora de Versos de Una… con estas palabras: “Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer hasta las bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento y la propia religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos, el dolor ahogado en la vergüenza del mal vivir y aplastado por la torpeza de todas las infamias sociales. La prostitución ha dado un hermoso brote espiritual con Clara Beter, contradictorio loto azul de la marisma”.
El autor de la patraña conoció en 1945 en Santiago de Chile a Andrés Sabella, el gran poeta y novelista de Norte grande y Vecindario de palomas, quien le confesó que siendo muchacho recitaba versos de la Beter —que aún recordaba de memoria— en su Antofagasta natal, para deleite de sus camaradas. De tal modo corporizó y adquirió existencia física la autora que cierta vez llegó de Rosario un periodista amigo. Se encontró en el Tortoni con el poeta José Sebastián Tallon y lo primero que le dijo fue esto: —Tenés que hacerme un favor. Presentame a Clara Beter. Me dijeron que está en Buenos Aires.
—Justamente ahí la tenés, le contestó rápidamente Tallon, tan amigo de divertirse. Y le señaló a una poetisa bastante poco favorecida y muy en boga por aquellos días.
Al observarla el periodista, que traía su imagen hecha de Clara Beter, reaccionó escéptico:
—¡Qué va a ser ese loro! Lo que pasa es que no me la querés presentar.
Alentado por el éxito del libro, el editor se empeñó en hacer escribir a la enigmática trotacalles una novela que debería llamarse sencilla y decididamente Una… En Claridad llegó a publicarse un capítulo. Pero ya la superchería asumía proporciones peligrosas para el autor. Zum Felde bajó a preguntar por ella a la redacción de Nosotros. Chas de Cruz, que por ese entonces regenteaba una empresa distribuidora de películas soviéticas y se había propuesto escribir un guión con la historia de Clara Beter y enviarlo a Moscú junto con la protagonista… “¡Se volverán locos!”, nos decía a Eichelbaum y a mí, comiendo en el desaparecido restaurante Corrientes, de la calle homónima, a dos pasos de Callao. Roberto Arlt, con su alegre cinismo de siempre, hablaba de traerla a Buenos Aires, establecerla en una casa de tolerancia con letrero luminoso al frente y destinar las recaudaciones a la institución de un premio Nobel para escritores argentinos. Castelnuovo y Julio R. Barcos se devanaban los sesos pensando cómo atrapar al fantasma. Algunos masoquistas se atribuyeron la paternidad de la criatura. Para complicar más las cosas, un amigo del autor de la trampa, el poeta de Liquidación, Carlos Serfaty, inscribió con su nombre Versos de una… entre los libros que optaban al premio municipal de año. El maestro Alberto Zum Felde, siempre ecuánime, escribió entonces: “Estamos dispuestos a perdonar al funambulesco autor la broma pirandelliana de que hemos sido objeto en gracia al talento puesto en la superchería. El joven poeta ha creado un personaje de novela y lo ha hecho vivir como protagonista de sus propios versos admirablemente”. Después, Alberto Guillén, el famoso poeta peruano, reproducía algunos “versos de una… (y de uno)” en el excelente “Repertorio Americano”, que publicaba Joaquín García Monge en San José de Costa Rica. Y decía entre otras cosas, refiriéndose a nosotros: “Publicó con el nombre de Clara Beter un librejo que dio susto a mucha gente e hizo morder el anzuelo a sesudos críticos. Cantos de suburra con la natural protesta proletaria. Una mujer decía allí su desespero. ¡Oh, estado de cosas! ¡Oh, sociedad injusta! ¡Lástima que la mujer de todos fuera hombre, y hombre de ala y de sonrisa!”.
Muchos años más tarde, Camila Quiroga, la inolvidable gran actriz que paseó nuestro teatro por los principales escenarios de las dos Américas y de Europa, incorporó a su repertorio una farsa dramática titulada “Clara Beter vive”, en la que el autor de la tramoya se permitió dar forma escénica a la historia y recrear al personaje. ¿Qué habría ocurrido si alguien, una mujer, claro está, se hubiese prestado a hacer el papel de Clara Beter, de Clara Beter autora de los versos, no de Clara Beter, mujer pública? Partíamos del episodio real e inventábamos sus derivaciones, lo que nos permitió postular una especie de metafísica de la irresponsabilidad. ¿El ser es lo que es porque hace lo que hace o hace lo que hace porque es lo que es? La vida de una ficción o la ficción de una vida asumían allí el perfil de un drama auténticamente vivido.
Nada como la mistificación para medir a las gentes. Por otra parte, engañar, según el Diccionario de la Lengua, significa también producir ilusión, como acontece con algunos fenómenos naturales seriamente probados. No tiene que arrepentirse el autor de haber fabricado un ser al socaire de la patraña sobre todo si Manolo Machado afirmó alguna vez que “hetairas y poetas somos hermanos”, y Napoleón, poeta de la voluntad, nos enseñó que la mejor defensa es el ataque. El poeta atacaba creando un mito. Y ya aseguró Oscar Wilde que es más fácil destruir un pueblo que un mito. La heroína de papel impreso se apoyaba en una heroína de carne y hueso, en Tatiana Pavlova, como para nutrirse de su sangre y de su cal hasta adquirir esencia y presencia, erguirse, caminar, existir. Y el milagro se produjo. Mientras todos creían en la existencia de Clara Beter, nadie creía en la existencia de Tatiana Pavlova. Y, sin embargo, no fue mero capricho que Clara Beter le dedicase su primer poema.
Tatiana Pavlova nació en Ekaterinoslaw. Mi álter ego también. En la misma calle y en la misma casa. Pero como estábamos tallados en el remo de Ulises, Tatiana abandonó los pagos de Helena Blavatsky por su propia voluntad y mi álter ego cuando contaba recién nueve meses y nueve días de existencia. Y no llegó a Buenos Aires andando, precisamente. Ekaterinoslaw fue fundada por Potemkin en 1786 y tiene comunidad judía desde 1787. Esa es la antigüedad de nuestras respectivas familias de Ucrania. Lo que nunca imaginé es que alguna vez pudiese hallarme cara a cara, y en Italia, con la protagonista de los primeros versos de Clara Beter, después de haber estado separados durante cuarenta años por veinte mil kilómetros de distancia. Cuando la actriz se enteró, de labios del director Alberto D’Aversa, que nos había acompañado hasta el camarín del teatro romano donde Tatiana estaba representando Lunga notte di Medea, de Corrado Alvaro, de la historia de Clara Beter y de los versos que yo le dedicara en aquel librejo escandaloso, se echó a reír más ruidosamente que nunca, repitió en ruso la fábula a unas sobrinas que le hacían compañía, y nos dijo con su voz abrasada y patética:
—¡Muy bien hecho, muy bien hecho! El mundo tiene las imposturas que se merece. Simón Mago fue un impostor, Homero fue un impostor, Dante fue un impostor. ¡Todos los novelistas, todos los poetas, todos los dramaturgos son impostores!
Antes que ella el cardenal Carlo Caraffa, había dicho: Mundus vult decipit ergo decipiatur! (El mundo quiere ser engañado: ¡engañémoslo, pues!). La vida misma es una fatamorgana, un gran engaño, un fraude.
Pero Elías Castelnuovo, el prologuista del libro, no pensaba lo mismo. Cuando se enteró del engaño, publicó un artículo señalando que todos habían sido defraudados. Pues la tal prostituta había resultado un prostituto. El prostituto era yo.

De Clara Beter y otras fatamorganas, Buenos Aires, Peña Lillo Editor, 1974.

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