El salón dorado, Mujica Lainez

Hace cinco días que la niña Matildita dejó de existir, y el salón dorado en el cual tan poco lugar ocupaba, trémula con su bordado eterno en el rincón de las vitrinas, parece aún más enorme, como si la ausencia frágil acentuara la soledad de los objetos allí reunidos, allí convocados misteriosamente por ese congreso de la fealdad lujosa que se realiza en las grandes salas viejas. Y sin embargo
nada cambió de sido. Nada ha cambiado en el salón de encabritadas molduras, en el curso de los últimos quince años, desde que a él llevaron el lecho imposible de doña Sabina, todo decorado con pinturas al «Vernis Martín», y desde que en él se instaló, erguida sobre las almohadas, la anciana señora. Todo está igual: la chimenea de mármoles y bronces; los bronces y mármoles distribuidos sobre mesas y consolas; las porcelanas tontas de las vitrinas; los cortinajes de damasco verde que ciñe la diadema victoriana de las cenefas; y los muebles terribles, invasores, prontos siempre a la traidora zancadilla, que alternan el dorado con el terciopelo y cuyos respaldos y perfiles se ahuecan, se curvan, se encrespan y se enloquecen con la prolijidad de los ornamentos bastardos.
La presencia de la cama ha dejado de inquietar a sus vecinos numerosos. En quince años tuvieron tiempo de habituarse a ella y al hecho de que su incorporación haya transformado el cuarto en algo híbrido, algo que no es totalmente ni sala ni dormitorio. Merced a ese traslado, la sala que sólo se abría de tarde en tarde, para las recepciones, alcanzó una existencia de inesperada novedad. En ella, a lo largo de tres lustros, tres personas han convivido: doña Sabina en el lecho distante, como un soberano en su trono; la niña Matildita junto al bastidor, cerca de la chimenea en invierno, cerca de la ventana cuando el calor apretaba; y Ofelia, el ama de llaves, entrando y saliendo sin acomodar mucho porque la señora no quiere que toquen sus cosas. Y nadie más: en quince años, salvo algunas visitas espaciadas, salvo uno que otro médico, nadie ha entrado en la sala de la calle San Martín. La sordera creciente de doña Sabina terminó por aislarla. Y su carácter también: su carácter autoritario, egoísta, celoso, quejoso. De tal manera que la vida infundida por las tres mujeres al ancho aposento, ha sido curiosamente estática, como si ellas también fueran tres muebles extraños sumados a la barroca asamblea.
La niña Matildita bordaba; la señora leía; Ofelia atizaba el fuego, aparecía con el juego de té de plata, corría las cortinas al crepúsculo. La niña Matildita bordaba siempre flores y pájaros sobre unas pañoletas; la señora leía, entre hondos suspiros, novelas que se titulaban Los misterios de la Inquisición o La verdad de un epitafio o La Marquesa de Bellaflor o La Virgen de Lima. A veces levantaba los párpados venosos, porque adivinaba a su lado al ama de llaves. Había aprendido a entender lo que le decían, por el movimiento de los labios. Doña Sabina daba una orden. Ella las daba todas. Su sobrina —la niña Matildita— nada podía, nada significaba en el salón. Y así durante un día que se prolongó quince años, desde que la señora sufrió aquel gravísimo ataque que la mantuvo oscilando catorce meses entre la muerte y la vida, hasta que la vida triunfó y, paralizada, sorda, la condujeron al salón cuyas ventanas abren sobre la calle San Martín.
La idea fue del doctor Giménez, el médico joven que entonces la atendía. Puesto que no podría abandonar su aposento, después de tan larga e intensa lucha con la muerte, lo mejor era que pasara sus horas en el cuarto que más quería, aquel en el cual había concentrado más recuerdos. De esa suerte no tendría la impresión de estar encerrada en su alcoba, sino de continuar presidiendo su salón de fiestas. A doña Sabina la idea le gustó. Le gustaba cuanto tendía a rodearla de una aureola de extravagancia, de capricho, de exclusividad. Eso era ella: exclusiva, distinta. Por ello, en vez de ceñir su pelo escaso, que el postizo fue sustituyendo, con una cofia, anudaba a él una especie de turbante de gasa cuyo color cambiaba todos los días.
Los primeros tiempos la ubicaban trabajosamente en un sillón de ruedas, que transportaban al centro del cuarto, pero pronto, por consejo del mismo médico, prescindieron de él. ¿Dónde estaría más cómoda la señora Sabina que en su propia cama, flanqueada de almohadones, de estolas de encaje, de moños, de pañuelos, con los libros al alcance de la mano? A la señora le gustó también eso. Le parecía que cuanto menos la movieran y agitaran, más dueña de su pequeño estado sería, desde el lecho que lo gobernaba por la sola virtud de su diferencia, de su arbitraria intromisión en una sala de recibo; por la circunstancia además —sutilísima— de que sólo ella pudiera ocupar, entre tantos muebles, ese mueble intruso, orgulloso, jerárquico. Y únicamente empleaba su sillón de ruedas de mañana, cuando la llevaban a que tomara su baño en el cuarto vecino.
Por último el doctor Giménez insinuó en su ánimo la conveniencia de que para el manejo de su inmensa casa poblada de criados, doña Sabina se valiera del intermediario de su ama de llaves. ¿Para qué iban a molestarla cotidianamente su maître-d’hotel, su cocinero, su portero, su servidumbre, si no podía oírles, y eso no haría más que irritar sus nervios: sus nervios que era preciso mimar mucho? La proposición también fue del gusto de la señora. Decididamente, el joven médico la comprendía. Poco a poco, los criados dejaron de presentarse en la sala dorada. En cuanto asomaban, la señora ponía el grito en el cielo: que hablaran con Ofelia, que se entendieran con Ofelia. Ella no los necesitaba en su cuarto; demasiado tenían que hacer en el resto de la casa suntuosa, donde la segunda sala, el hall, el comedor y el billar precedían a la serie de dormitorios, llenos todos, como esta habitación, de una fauna y flora inmóvil de muebles, de muebles, de muebles, de alfombras, de tapices, de espejos, de cuadros, de jarrones, de cortinas pestañudas de borlas, de estatuas de gladiadores y de pajes, y de más muebles, de más muebles, como corresponde a la posición de la señora en Buenos Aires. Y ahora la niña Matildita ha muerto. Hace cinco días. La niña Matildita, que era como una ratita gris.
La señora piensa en ella, vagamente, perezosamente, esta mañana de domingo. La cara espesa, el violento perfil borbónico, se destacan entre las blondas y el arabesco de las iniciales, en las almohadas. Toma la novela gorda (Las ruinas de mi convento, de don Fernando Patxot) y se enfrasca en la lectura. Pero no puede leer. A cada instante, la figura de su sobrina se mete en el enredo de los capítulos y anda, con sus ojazos violetas, con su rodete tirante, con sus manos ágiles, en medio de los personajes discurseadores que se esconden en catacumbas para departir sobre temas morales, y que sostienen luchas feroces mientras dobla la campana del monasterio. La niña Matildita, que era como una ratita gris... la niña Matildita, bordando, bordando... ¡hipócrita!
Hay algo que doña Sabina no le ha perdonado y es el asunto con el doctor Giménez: el affaire, como lo llamó entonces, empinando la voz de tiple.
Sucedió casi en seguida después de que la alojaron en la sala dorada. Durante los catorce meses anteriores —esos en que pareció que iba a abandonar este mundo— la señora vivió en un estado de semiinconsciencia, ignorante de lo que pasaba a su alrededor. Con la mejoría recobró la lucidez, y doña Sabina empezó a ver claro: entre la niña Matildita y el doctor «algo» había; algo todavía indefinible, pero algo al fin. Cuando el médico entraba, la anciana espiaba a su sobrina y la veía bajar los párpados sobre el bastidor, como si rehuyera la mirada de Giménez, que era joven y elástico y usaba una levita impecable. El médico alargaba las visitas con pretextos. Al comienzo doña Sabina creyó que lo hacía porque sus cuentos le interesaban. Había sido famosa en los salones porteños por el arte de narrar. Así que desplegó ante él sus fuegos de artificio, sus antiguos relatos que recamaba con ademanes y exclamaciones: el cuento de cuando conoció a la Emperatriz Eugenia en París, durante la Exposición Universal del 67 («aquí, sólo Carlota Romero ha tenido unos hombros como los suyos»); el cuento del asesinato de Felicitas Guerrero de Álzaga, en 1872; el del casamiento de Fabián Gómez con la Gavotti, en 1869. Sobre Fabián Gómez poseía detalles inauditos, por su vínculo con los Anchorena y los Malaver. Al recordarlo, erguía como un fabuloso castillo la enumeración de las propiedades de doña Estanislada y luego se arrojaba a referir aventuras del Conde del Castaño, sobre todo aquella de la comida en que una cocotte célebre, Cora Pearl (la señora apagaba la voz) surgió desnuda del interior de un pastel de hojaldre.
Un día en que por segunda vez recitaba el episodio para el doctor Giménez, sorprendió en un espejo la mirada de inteligencia cambiada entre el médico y su sobrina. Sintió de inmediato como si se le helara el corazón, y sus celos, impetuosos, se erizaron mientras proseguía las descripciones («Fabián tuvo que regalarle un collar de perlas de ocho hilos para decidirla a hacerlo»). Rió el doctor y doña Sabina adivinó en sus labios las palabras amables, pero se había roto el sortilegio. Le habían producido la llaga peor: la herida en plena coquetería. En cuanto el doctor Giménez salió del cuarto, declaró que estaba harta de ese médico y que quería ensayar otro. Inútiles fueron las observaciones de la niña Matildita («esa falsa») y de Ofelia («esa estúpida»). Se negó a atenderlas y se hundió en su libro respirando pesadamente. Más tarde hizo una escena atroz a su sobrina con un motivo fútil y Giménez ya no regresó a la casa de la calle San Martín.
La niña Matildita... la niña Matildita... siempre en su rincón, bordando, bordando... ¡farsante! Seguramente calculaba que algún día la podría heredar, y que esa casa y los coches y la fortuna le pertenecerían. Y ahora ha muerto... ha muerto la ratita gris...
¡Ah!, mejor es no pensar en cosas tristes, en el desagradecimiento, en el cálculo, en la incomprensión... Hoy es domingo. La señora tomará su baño caliente y, de nuevo en la cama, rezará su misa. Después reanudará la lectura truculenta de Patxot, que obra como un narcótico, porque de lo contrario se obsesionará y terminará por ver al pequeño fantasma de su sobrina junto al solitario bastidor, bordando, bordando...
Ofelia la alza en sus brazos robustos y la lleva al baño en el sillón de ruedas.
Ofelia... Ahora quedarán frente a frente, hasta el fin... Pero así la lucha será más equilibrada. Antes eran dos contra una: dos conspiradoras, frente a la señora rica, sorda, tullida.
Ofelia, con su masculina brusquedad... taciturna, severa... Debió librarse de ella hace muchos años. A esta altura es imposible. Pero quizás ahora convenga que alguien más entre en el salón dorado, porque si no concluirá por perder la razón y por gritar entre sus muebles indiferentes y pomposos. Quizá sería bueno abrir las puertas a esos criados que sirven en su casa hace tantos años y a algunos de los cuales no conoce. Mientras lo imagina, su vanidad se inflama con la pasión del papel altivo que representa desde que enfermó. No: la señora Sabina no ve a nadie, a nadie. No hay en Buenos Aires nadie tan original, tan exclusivo como la señora Sabina.
¿Qué comentarán en Buenos Aires? ¿Qué dirán de la señora excéntrica de la calle San Martín, amurallada detrás de sus estatuas, de sus canapés, de sus marquises, de sus armarios?
Ofelia... Ofelia... Ofelia es como un hombre. A ninguno se le ocurriría pensar en ella como mujer. ¡Y cuánto quiso a la niña Matildita! Eso también lo adivinó la señora. Todo tenía que adivinarlo, porque vivían ocultándole, fingiéndole. Tal vez la quiso demasiado... tal vez demasiado... ¡vaya una a saber!... pero ahora la ratita gris ha muerto...
Ofelia le frota suavemente la espalda con el perfume finísimo, le viste el balón, la empolva, le retoca el turbante transparente, la deposita en el sillón de ruedas. Muy despacio, vuelven a la sala. Doña Sabina la abarca con sus ojos protuberantes. ¡Ah, ella no oirá nada, pero ve muy bien, ve hasta el último pormenor, hasta el objeto más mínimo de sus vitrinas repletas! ¡Qué hermoso es el salón dorado, el salón de las grandes recepciones! Mansilla le dijo en ese mismo cuarto que en Buenos Aires no existe un salón tan europeo.
En el fondo del aposento, entre el retrato de su padre, el general, y el de su madre, con el peinetón airoso, las puertas de roble han sido abiertas de par en par.
—¿Qué es esto? —interroga asombrada—. ¿Quién dio orden de abrir?
Gira el rostro buscando el dibujo de la respuesta en los labios del ama de llaves, pero la cara rígida sigue impasible. Ofelia empuja la silla hacia el medio del salón, sorteando las mesas colmadas de abanicos y de grupos de porcelana de Sajonia. Doña Sabina tuerce la carota de infanta vieja y agita las manos en las que los anillos se posan como escarabajos verdes y azules.
—¿Ha perdido el juicio? ¿A dónde me lleva?
Ofelia hace rodar la silla. Van hacia las puertas de roble, hacia el hall estilo Francisco I, al que ilumina una claraboya por cuyos vidrios multicolores pasean diosas coronadas de laurel.
La señora se debate, indignada, pero comprende que si quiere conservar por lo menos la ficción del mando, lo más cuerdo será callar. Así que, saltándosele los ojos, declara:
—Tiene razón. Ya es tiempo de que vea cómo anda mi casa.
Y en verdad, siente una súbita nostalgia de su casa inmensa, que no recorre hace quince años, y en cuyo corazón permaneció enclaustrada como una absurda Bella Durmiente protegida por una selva de muebles y tapices.
—Tiene razón, Ofelia. Me parece que...
Su voz se quiebra porque han salido al hall y no lo reconoce.
En lugar de la luz enjoyada que proyectaban las mitologías de la claraboya, una triste penumbra se aprieta en los ángulos y flota en el aire. Instintivamente, mira hacia arriba: largas manchas negras oscurecen el vitrail. Sus ojos se habitúan poco a poco a la tiniebla.
—¿Y la araña? —grita—. ¿Y los cofres?
Porque la araña colosal, en cuyos bronces reían los faunos, no pende ya del techo, y los cofres tallados no se alinean contra el damasco rojo de las paredes.
Doña Sabina da rienda suelta a sus nervios. Sus uñas cuidadas se crispan en los brazos del sillón.
—¿Dónde están, Ofelia, dónde está todo? ¿Dónde están los cuadros?
Los cuadros superponían sus marcos esculpidos hasta el cielo raso. Uno representaba a Napoleón premiando a un granadero de su guardia; otro representaba el interior de un taller donde la modelo púdica se entibiaba junto al fuego; otro mostraba a un prelado conversando con una marquesa; otro... otro... Pero no hay ninguno. No hay nada: ni cuadros, ni muebles, ni araña, ni tapices. Sólo una mesa redonda y algunas sillas desterradas dan más relieve a la amplitud desnuda de la habitación.
La anciana impotente escruta la fisonomía de Ofelia.
—¿Dónde está todo, ladrona? ¿Dónde están los mucamos? ¡Llame a los mucamos!
Levanta la voz:
—¡A ver! ¡Alguien, alguien! ¡Vengan!
Y entretanto, la silla rueda lentamente. El ama de llaves la detiene delante de la puerta que da al comedor. En su panel central hay clavado un cartel: «Bruno Digiorgio, sastre.»
Entran allí. Los cortes de género se apilan sobre un mostrador; los maniquíes rodean a la estufa, encima de la cual permanece, como un testigo irónico, el lienzo pintado de la Carrera de Atalanta que imita un gobelino. Aquí hay más luz. Doña Sabina advierte que los labios de Ofelia se mueven y descifra sus palabras:
—Se empezó a vender todo hace quince años, cuando usted estuvo muy enferma. En aquel tiempo comenzó la ruina.
—¿Cómo, la ruina? ¿Qué ruina?
La señora se mesa el pelo postizo y desordena el turbante. Están de nuevo en el hall. En la puerta del billar, otro rótulo anuncia: «Valentín Fernández y Cía. Remates y comisiones», y el de la segunda sala dice: «Azcona. Compostura de objetos artísticos.» Y así, las inscripciones se multiplican de habitación en habitación. Al pie de la escalera, cuyo arranque enaltecía un trovador de mármol, desaparecido como el resto de los objetos y los muebles, se amontonan los letreros y las flechas que señalan hacia arriba: «Mlle. Saintonge, sombrerera», «Carmen Torres, flores artificiales», «Gutiérrez y Morandi, fotógrafos», y otro rematador y un pintor y «El Bordado Francés» y «Loperena, fabricante de violines». Un tic estremece a doña Sabina.
—La niña Matildita —recalca Ofelia, imperturbable— trabajaba para «el Bordado Francés». Gracias a ella y al alquiler de los cuartos, usted pudo seguir viviendo en la casa.
—Pero..., ¿con qué derecho...? ¿Cómo no se me previno...? ¿Con qué derecho...?
—Los médicos aseguraron que sería fatal que usted se enterara. Y a medida que pasaba el tiempo las cosas se ponían peor. El mal venía de lejos, del tiempo de su hermano. Usted había gastado mucho. Las hipotecas... la administración...
—¡Había que decírmelo!
—Yo insistí cien veces para que se lo dijeran, pero no hubo nada que hacer. La niña Matildita se opuso.
—¡Esa entrometida audaz, resolviendo!
Ofelia recorta los vocablos y las muecas le tironean los rasgos hombrunos:
—La niña Matildita fue una santa. Cuando el doctor Giménez quiso casarse con ella, lo rechazó para no dejarla a usted.
La señora ahoga un suspiro. Sus viejos celos están ahí, verdes, vibrantes, tan fuertes como el desconcierto que la sobrecoge.
Regresan a través del hall sórdido. En un extremo, el salón dorado brilla, palaciego; más acá están la neblina, la impureza, la destrucción, los damascos moteados por la humedad, los cristales sucios, la soledad dominguera de esa casa que el lunes se llenará de extraños, sus dueños.
Doña Sabina no quita los ojos de los labios de Ofelia, de la cara de Medusa de Ofelia.
—La niña Matildita fue una santa. Vivió para usted, para que usted no sufriera.
Y Ofelia rompe a llorar, con un llanto grotesco, un llanto de hombre desesperado.
El salón de fiestas, con la cama de «Vernis Martín» al fondo, hace pensar en una nave magnífica, una galera a la que la tormenta obligó a anclar en un puerto de brumas, habitado por gentes miserables, rapaces, hostiles.
¡Cómo fulgen las porcelanas en las vitrinas, la ronda delicada de pastores y músicos! ¡Cómo fulgen los espejos y la alfombra de Aubusson y las sillas y las lámparas, que indican el camino hacia el lecho cubierto de pieles y encajes, hacia la novela de don Femando Patxot y los perfumes mezclados en la mesa de luz!
Pero la señora no aparta su mirada de la boca de Ofelia. No ve el salón dorado, donde la chimenea canta dulcemente. No ve nada más que la boca de Ofelia.
—Yo me voy, señora Sabina. Tengo que anunciarle que me voy. Me voy ahora mismo. Ya tengo todo arreglado.
—¿Se va? ¿Usted se va? ¿Está loca?
—Sí, señora Sabina, me voy. Yo no soy una santa. La niña Matildita era una santa. Ella vivió para usted, para su egoísmo. Yo no podría. No quiero hacerlo.
El ama de llaves le da la espalda. Se aleja. Y la señora sorda se pone a gritar, a gritar, y su voz de tiple cruza el salón dorado y vuela por las habitaciones vacías, entre los maniquíes enhiestos de Bruno Digiorgio, entre los sombreros espectaculares como fruteras, entre las máquinas de fotografiar y las horribles llores artificiales, entre las diosas de vidrio y los violines que duermen. El lunes la casa se llenará de enemigos. Deberá aguardar al lunes, sola en el salón de oro que los cuartos acechan, como animales grises y negros, como lobos y hienas alrededor de una gran fogata.

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