Cuadernillo de lectura



Instituto Nazareth
Lengua y Literatura

Segundo año
Prof. Guillermo Belziti
gbelziti@hotmail.com
Contenido
¿POR QUÉ LEER? Harold Bloom.. 1
Las clases de hombres, K.F. Chesterton. 3
El sexo débil, Mario Vargas Llosa. 4
Los inmigrantes, Horacio Quiroga. 5
Una luz en la ventana, Truman Capote. 5
El aliento del cielo, Carson Mc Cullers. 6
Donde estuviste de noche, Clarise Lispector 10
Juguetes, Osvaldo Soriano. 14


¿POR QUÉ LEER? Harold Bloom

Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo —bien o mal— no puede depender totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal.
Me entrego a la lectura como a una práctica solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía satisfacer el principal compromiso de Johnson, que era con «lo que tenemos cerca, aquello que podemos usar». Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee». Permítanme fundir a Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de
cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es queEl rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.
En definitiva leemos —como concuerdan Bacon, Johnson y Emerson— para fortalecer el sí-mismo (el self) y averiguar cuáles son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos momentos como placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición, la esperanza social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria al bien público.
La pena de la lectura profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que conoció en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo enEl rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y sin embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.
En la vida como en la literatura, el valor está muy relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en marcha el sentido. No es casual que los historicistas —críticos convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad— consideren los personajes literarios como signos en una página y nada más. Si no tenemos un pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson: Limpiate la mente de jergas. El diccionario inglés dirá que «jerga» (cant), en este sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre. Dado que las universidades han potenciado expresiones como «género y sexualidad» o «multiculturalismo», la admonición de Johnson se convierte en: «Limpiate la mente de jerga académica». Una cultura universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto subsidiario de esta «poética cultural» es que no puede haber un nuevo Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la parodia? Los poemas de nuestra tradición cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Los nuevos materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el historicismo y afirman trabajar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para esto poco se requieren los hurras de una secta académica.
Limpiate la mente de jerga conduce al segundo principio del restablecimiento de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees. La superación personal ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo responder. Si tienen un páthos para mí, radica en que a menudo trasuntan un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
La función —olvidada en gran medida— de una educación universitaria quedó captada para siempre en «El estudioso americano», discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice: «Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo». Yo tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez «mala lectura»[1], palabra que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una donación ni un atributo, sino el segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo del libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que hace diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el restablecimiento de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo opuesto de lo que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de Tabla en Tabla
con paso lento y prudente.
Sentía alrededor las estrellas,
en torno a mis pies el Mar.
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pisada final.
A mi precario paso algunos
suelen llamarlo Experiencia.
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir «alrededor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la «pulgada final» le confiere ese «precario Paso» al que no da nombre, aunque «algunos» lo llamen «Experiencia». Dickinson había leído «Experiencia», el ensayo de Emerson —una pieza culminante, muy al modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne— y su ironía es una respuesta amable a la apertura de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no existen». Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pulgada final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!» El consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en el paso. En el ámbito de la experiencia de Emerson «todas las cosas nadan y destellan», y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los poderes rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una pulgada última, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos «literatura imaginativa». Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de los grandes escritores de este siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para nuestro interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su arco emocional es tan vasto e intenso que no siempre median entre nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o dramática, está mediada por un esteticismo irónico; enseñarMuerte en Venecia o Desorden y pena temprana a los universitarios más habituales resulta casi imposible. Cuando los autores son destruidos por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como «piezas de época»; pero cuando la ideología historizada nos los vuelve inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.
La ironía exige un cierto nivel de atención y la habilidad de poder tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre sí. Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te ayudará a resplandecer como el estudioso de una vela.
Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.
Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su Prefacio a Shakespeare:
Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, escenas que permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es la afirmación de que el yo es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. En términos pragmáticos, se han convertido en la bendición, ésta en el verdadero sentido yahvístico de «más vida vertida en tiempo sin límites». Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica-de-la-lectura, y pienso que «dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un sublime del lector que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos «enamoramiento». Los exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee.

 

Las clases de hombres, K.F. Chesterton

Hablando brutalmente hay tres clases de gente en este mundo. La primera clase de gente es el Pueblo; posiblemente integra la clase más amplia y de más valor.
Debemos a esa clase las sillas en las que nos sentamos, las ropas que vestimos, las casas que habitamos; y verdaderamente (cuando llegamos a pensar en ello) probablemente nosotros mismos pertenecemos a esa clase. La segunda clase se podría denominar por conveniencia la de los Poetas; por lo general, son un mal para sus familias, pero una bendición para la humanidad. La tercera clase es la de los Profesores e Intelectuales, algunas veces descritos como la gente pensadora; y éstos son un tizón y un objeto de desolación para sus familias y para la humanidad. Se comprende que la clasificación exagera algunas veces, como todas las clasificaciones. Algunas buenas personas son, por lo general, poetas, y algunos malos poetas son, por lo general, profesores. Pero la división sigue la línea de una verdadera hendidura psicológica. Yo no la ofrezco a la ligera. Ha sido el fruto de más de diez y ocho minutos de examen y seria reflexión.
La clase que se denomina Pueblo (a la que ustedes y yo con tanto orgullo nos sentimos ligados) tiene ciertas casuales y, sin embargo, profundas presunciones, designadas «lugares comunes», como la que se refiere a que los niños son encantadores, o que el crepúsculo es triste y sentimental, o que un hombre luchando contra tres es un hermoso espectáculo.
Ahora bien, estos sentimientos no son imperfectos, ni siquiera son simples. El encanto de los niños es muy sutil; hasta es complejo, al punto de ser casi contradictorio. En su forma sencilla y entremezclada, es una consideración hilarante y una consideración de desamparo.
El crepúsculo engendra un sentimiento que hasta en la canción de salón más vulgar o en la más baja pareja de amantes, puede llegar a ser un sentimiento sutil. Está extrañamente balanceado entre la pena y el placer; también se lo podría designar como un placer que proporciona pena. La arremetida de caballerosidad por la que todos admiramos al hombre que lucha contra la desigualdad no es muy fácil de definir por separado; significa muchas cosas: compasión, sorpresa dramática, deseo de justicia, deleite de experimentar y lo indeterminado. Las ideas del populacho son, en realidad, ideas muy sutiles; pero el populacho no las expresa en forma sutil. De hecho, no las expresa de ninguna manera, excepto en aquellas ocasiones (ahora solamente demasiado raras) en que se entregan a insurrecciones o matanzas.
Ahora bien, esto justifica, en otro sentido, el hecho insensato de la existencia de los poetas. Poetas son aquellos que comparten esos sentimientos populares, y pueden expresarles de tal manera que parecen ser las cosas extrañas y delicadas que en realidad son. Los poetas hacen que sobresalga el humilde refinamiento del populacho. Donde el hombre común oculta la emoción más original, diciendo: «Excelente abuelo», Víctor Hugo habría escrito: «L’art detre grand-pére»; cuando el agente de cambios diría bruscamente:«La tarde se está cerrando», mister Yeats escribiría: «En medio del crepúsculo»; donde el peón podría únicamente refunfuñar algo respecto a lo de arrancar y de que es «una preciosa caza», Homero nos mostrará al héroe harapiento desafiando a los príncipes en sus propios festines. Los poetas elevan los sentimientos populares en un grado más ardiente y espléndido; pero debemos recordar siempre que son guardianes de los sentimientos populares. Ningún hombre pudo jamás escribir una buena poesía para demostrar que la infancia era chocante, o que el crepúsculo era alegre y burlesco, o que un hombre eradespreciable porque había cruzado su espada con otros tres. Los individuos, que sostienen esto son los profesores o los majaderos.
Son poetas aquellos que se elevan sobre el pueblo entendiéndolo. En realidad muchos poetas lo han escrito en prosa: por ejemplo, Rabeláis y Dickens. Los majaderos se elevan sobre el pueblo rehusando comprenderlo diciendo que sus turbias y extrañas preferencias son los prejuicios y las supersticiones. Los majaderos hacen que el pueblo se sienta estúpido; los poetas hacen que el pueblo se sienta más sabio de lo que jamás ha podido imaginar. Hay muchos elementos del destino en esa situación. El más dispar de todos es la suerte de los dos factores en la política práctica. Muy a menudo los poetas que abrazan y admiran al pueblo son apedreados y crucificados. A los majaderos que desprecian al pueblo se les regala muy a menudo tierras y se les corona. Por ejemplo en los Comunes hay un respetable número de majaderos y comparativamente muy pocos poetas. Y de ninguna manera encontramos allí al Pueblo.
Por poetas, como ya hemos dicho, no me refiero de manera alguna a los individuos que escriben poesías o cualquier otra cosa. Me refiero a los que teniendo cultura e imaginación, las usan para comprender y compartir los sentimientos de sus semejantes; en contraposición a aquellos que las utilizan para lo que ellos denominan alcanzar un lugar más preponderante. Crudamente, los poetas difieren del populacho por su sensibilidad; los profesores difieren del populacho por su insensibilidad. No tienen fineza y sensibilidad suficientes, para simpatizar con el populacho. Las únicas nociones que tienen consisten en contradecir groseramente; tomar por el atajo, de acuerdo con su plan propio y presuntuoso; para decirse a sí mismos, sobre cualquier cosa que digan los ignorantes, que probablemente están equivocados. Olvidan que muy a menudo la ignorancia tiene la exquisita intuición de la inocencia.
Pondré un ejemplo que va a subrayar la línea del debate. Abran el primer periodico cómico que encuentren y dejen que sus ojos se posen amorosos sobre el primer chiste que se refiere a la suegra. Ahora bien, el chiste, por ser un chiste para el populacho, será un chiste simple; la anciana señora será alta y robusta, y el gallina del marido será pequeño y cobarde. Pero por todo esto,una suegra no es una idea simple. Es una idea muy sutil. El problema no consiste en que ella sea grande y arrogante; frecuentemente es pequeña y extraordinariamente hermosa. El problema de la suegra consiste en que es como el crepúsculo: mitad una cosa y mitad otra.
Ahora bien, la verdad del crepúsculo, esa fina y hasta tierna perturbación, nos puede ser transmitida tal como es únicamente por un poeta solamente que en este caso el poeta deberá ser un novelista muy sincero y penetrante, como George Meredith, o el señor H. G. Wells, cuya «Ana Verónica», justamente estoy ahora leyendo con deleite. Creo lo que dicen los buenos poetas y novelistas por cuanto siguen el maravilloso ovillo que les da «Recortes cómicos». Pero supongan que aparezca el profesor, y supongan que diga (como seguramente lo hará), «La suegra es meramente una conciudadana. Las consideraciones del sexo no deben entremezclarse con la camaradería. Las consideraciones de la edad no deben influir en el intelecto. La suegra es meramente Otra Mentalidad. Debemos emanciparnos y librarnos de la jerarquía y de los grados de la tribu». Ahora bien, cuando el profesor haya dicho esto (como lo hace siempre), yo le diré: «Señor, es usted más burdo que los «Recortes cómicos». Usted es más vulgar y más desatinado comparado con el artista más elefantino de café cantante. Es usted más ciego y más espeso que el populacho. Estos vulgares tunantes han logrado, finalmente, conseguir un matiz social y una verdadera distinción mental, aunque sólo pueden expresarla torpemente. Pero usted es tan torpe que no tiene ni de qué asirse. Si usted realmente no puede ver que la madre del novio y la novia tienen algunas razones que las obligan a desconfiar, entonces no es usted ni bien educado ni humano; no tiene usted simpatía hacia los profundos y dudosos afectos del género humano. Mejor es exponer las dificultades como lo hacen los seres vulgares que ser insolentemente inconsciente de todas las dificultades.»
La misma cuestión puede ser bastante bien considerada en el viejo proverbio que dice: «Dos son una compañía y tres ninguna». Este proverbio es la verdad expuesta de una manera popular; es decir, es la verdad expuesta equivocadamente. Ciertamente no es verdad que tres no sean compañía. Tres son una espléndida compañía; tres es el número ideal para la camaradería pura: como acontece en los tres mosqueteros. Pero si usted rechaza todo el proverbio y se dice que dos o tres es la misma clase de compañía; si no puede ver que tres es un abismo mayor entre dos y tres que entre tres y tres millones, entonces siento tener que decirle que pertenece a la tercera clase de seres humanos; que no tendrá compañía, tanto si se trata de dos como de tres, y que deberá permanecer solo y aullar en el desierto hasta la muerte.

El sexo débil, Mario Vargas Llosa

La foto que tengo delante parece sacada de una película de horror. Muestra a seis jovencitas de Bangladesh, dos de ellas todavía niñas, con las caras destrozadas por el ácido sulfúrico. Una de ellas ha quedado ciega y oculta las cuencas vaciadas de sus ojos tras unos anteojos oscuros. No quedaron convertidas en espectros llagados por un accidente ocurrido en un laboratorio químico; son víctimas de la crueldad, la imbecilidad, la ignorancia y el fanatismo conjugados.
Gracias a organizaciones humanitarias han salido de su país y llegado a Valencia, donde, en el hospital Aguas Vivas, serán operadas y tratadas. Pero, basta verles las caras para saber que, no importa cuán notable sea lo que hagan por ellas cirujanos y psicólogos, la vida de estas muchachas será siempre infinitamente desgraciada. La doctora Luna Ahmend, de Dhaka, que las acompaña, explica que rociar ácido sulfúrico en las caras de las mujeres bangladesíes es una costumbre todavía difícil de erradicar en su país, donde se registran unos 250 casos cada año. Recurren a ella los maridos irritados por no haberles aportado la novia la dote pactada, o los candidatos a maridos con quienes la novia adquirida mediante negociación familiar se negó a casarse. El ácido sulfúrico se lo procuran en las gasolineras. Los victimarios rara vez son detenidos; si lo son, suelen ser absueltos gracias al soborno. Y, si son condenados, tampoco es grave, pues la multa que paga un hombre por convertir en un monstruo a una mujer es apenas de cuatro o cinco dólares. ¿Quién no estaría dispuesto a sacrificar una suma tan módica por el delicioso placer de una venganza que, además de desfigurar a la víctima, la estigmatiza socialmente? Esta historia complementa bastante bien otra, que conocí anoche, por un programa de la televisión británica sobre la circuncisión femenina. Es sabido que es una práctica extendida en Africa, sobre todo en la población musulmana, aunque también, a veces, entre cristianos y panteístas. Pero yo no sabía que se practicaba en la civilizada Gran Bretaña, donde, quien maltrata a un perro o un gato va a la cárcel. No así quien mutila a una jovencita, extirpándole o cauterizándole el clítoris y cortándole los labios superiores de la vagina, siempre que tenga un título de médico-cirujano. La operación cuesta cuarenta libras esterlinas y es perfectamente legal, si se realiza a solicitud de los padres de la niña. La razón de ser del programa era un proyecto de ley en el Parlamento para criminalizar esta práctica.
¿Se aprobará? Me lo pregunto, después de haber advertido la infinita cautela con que la portavoz de las organizaciones de derechos humanos que promueven la prohibición, presentaba sus argumentos. Parecía mucho más empeñada en no ofender la susceptibilidad de las familias africanas y asiáticas residentes en el Reino Unido que circuncidan a sus hijas, que en denunciar el salvajismo al que se trata de poner fin. En cambio, quien discutía con ella, no tenía el menor pudor ni escrúpulo en exigir que se respeten los derechos de las comunidades africanas y asiáticas de Gran Bretaña a preservar sus costumbres, aun cuando, como en este caso, colisionen con "los principios y valores de la cultura occidental". Era una dirigente somalí, vestida con un esplendoroso atuendo étnico —túnicas y velos multicolores—, que se expresaba con desenvoltura, en impecable inglés. No cuestionó una sola de las pavorosas estadísticas sobre la extensión y consecuencias de esta práctica en el continente africano, compiladas por las Naciones Unidas y distintas organizaciones humanitarias. Reconoció que millares de niñas mueren a causa de infecciones provocadas por la bárbara operación, que llevan a cabo, casi siempre, curanderos o brujos, sin tomar las menores precauciones higiénicas, y que muchísimas otras adolescentes quedan profundamente traumatizadas por la mutilación, que estropea para siempre su vida sexual.
Su inamovible línea de defensa era la soberanía cultural. ¿Ha terminado ya la era del colonialismo, sí o no? Y, si ha terminado, ¿por qué va a decidir el Occidente arrogante e imperial lo que conviene o no conviene a las mujeres africanas? ¿No tienen éstas derecho a decidir por sí mismas? En apoyo de su tesis, mostró una encuesta hecha por las autoridades de Somalia, entre la población femenina del país, preguntando si debía prohibirse la circuncisión de las niñas. El noventa por ciento respondió que no. Explicó que una costumbre tan arraigada no debe ser juzgada en abstracto, sino dentro del contexto particular de cada sociedad. En Somalia, una muchacha que llega a la edad púber y conserva sus órganos sexuales intactos es considerada una prostituta y jamás encontrará marido, de modo que, lo haya sido antes o no, terminará de todas maneras prostituyéndose. Si una gran mayoría de somalíes cree que la única manera de garantizar la virtud y la austeridad sexual de las mujeres es circuncidando a las niñas, ¿por qué tienen los países occidentales que interferir y tratar de imponer sus propios criterios en materia de sexo y moralidad?
Es posible que la ablación del clítoris y de los labios superiores de la vagina prive para siempre a esas jóvenes de goce sexual. Pero ¿quién dice que el goce sexual sea algo deseable y necesario para los seres humanos? Si una civilización religiosa desprecia esa visión hedonista y sensual de la existencia, ¿por qué tendrían las otras que combatirla? ¿Simplemente porque son más poderosas? Además, ¿no es el goce sexual algo de la exclusiva incumbencia de la interesada y su marido? Al final de su alegato, la beligerante ideóloga hizo una concesión. Dijo que en Somalia se intenta ahora, mediante campañas publicitarias, persuadir a los padres que, en vez de recurrir a practicantes y chamanes, lleven a sus hijas a circuncidarse a los dispensarios y hospitales públicos. Así, habrá menos muertes por infección en el futuro.
Lo fascinante de esta exposición no era lo que la expositora decía, sino, más bien, su absoluta ceguera para advertir que casi todos los testimonios del documental, ilustrando los atroces corolarios de la circuncisión femenina, que rebatían de manera flagrante su argumentación, no provenían de arrogantes colonialistas europeas, sino de mujeres africanas y asiáticas, a quienes aquella operación había afectado física y psicológicamente como las más sangrientas torturas a ciertos perseguidos políticos. En el testimonio de todas ellas —de alto o de escaso nivel cultural— había una dramática protesta contra la injusticia que les fue infligida, cuando no podían defenderse, cuando ni siquiera imaginaban que cabía, para las mujeres, una alternativa, una vida sin la mutilación sexual. ¿Eran menos africanas que ella estas somalíes, sudanesas, egipcias, libias, por haberse rebelado contra una salvaje manifestación de "cultura africana" que malogró sus vidas?
El multiculturalismo no es una doctrina que naciera en Africa, Asia ni América Latina. Nació lejos del Tercer Mundo, en el corazón del Occidente más próspero y civilizado, es decir, en las universidades de Estados Unidos y de Europa Occidental, y sus tesis fueron desarrolladas por filósofos, sociólogos y psicólogos a los que animaba una idea perfectamente generosa: la de que las culturas pequeñas y primitivas debían ser respetadas, que ellas tenían tanto derecho a la existencia como las grandes y modernas. Nunca pudieron sospechar la perversa utilización que se llegaría a hacer de esa idealista doctrina. Porque, si es cierto que todas las culturas tienen algo que enriquece a la especie humana, y que la coexistencia multicultural es provechosa, de ello no se desprende que todas las instituciones, costumbres y creencias de cada cultura sean dignas de igual respeto y deban gozar, por su sola existencia, de inmunidad moral. Todo es respetable en una cultura mientras no constituya una violación flagrante de los derechos humanos, es decir de esa soberanía individual que ninguna categoría colectivista —religión, nación, tradición— puede arrollar sin revelarse como inhumana e inaceptable. Este es exactamente el caso de esa tortura infligida a las niñas africanas que se llama la circuncisión. Quien la defendía anoche con tanta convicción en la pantalla pequeña no defendía la soberanía africana; defendía la barbarie, y con argumentos puestos en su cerebro por los modernos colonialistas intelectuales de su odiada cultura occidental.

Los inmigrantes, Horacio Quiroga

El hombre y la mujer caminaban desde las cuatro de la mañana. El tiempo, descompuesto en asfixiante calma de tormenta, tornaba aún más pesado el vaho nitroso del estero. La lluvia cayó por fin, y durante una hora la pareja, calada hasta los huesos, avanzó obstinadamente.
El agua cesó. El hombre y la mujer se miraron entonces con angustiosa desesperanza.
—¿Tienes fuerzas para caminar un rato aún? —dijo él—. Tal vez los alcancemos…
La mujer, lívida y con profundas ojeras, sacudió la cabeza.
—Vamos —repuso prosiguiendo el camino.
Pero al rato se detuvo, cogiéndose crispada de una rama. El hombre, que iba delante, se volvió al oír el gemido.
—¡No puedo más!… —murmuró ella con la boca torcida y empapada en sudor—. ¡Ay, Dios mío!…
El hombre, tras una larga mirada a su alrededor, se convenció de que nada podía hacer. Su mujer estaba encinta. Entonces, sin saber dónde ponía los pies, alucinado de excesiva fatalidad, el hombre cortó ramas, tendiolas en el suelo y acostó a su mujer encima. Él se sentó a la cabecera, colocando sobre sus piernas la cabeza de aquélla.
Pasó un cuarto de hora en silencio. Luego la mujer se estremeció hondamente y fue menester enseguida toda la fuerza maciza del hombre para contener aquel cuerpo proyectado violentamente a todos lados por la eclampsia.
Pasado el ataque, él quedó un rato aún sobre su mujer, cuyos brazos sujetaba en tierra con las rodillas. Al fin se incorporó, alejose unos pasos vacilante, se dio un puñetazo en la frente y tornó a colocar sobre sus piernas la cabeza de la mujer, sumida ahora en profundo sopor.
Hubo otro ataque de eclampsia, del cual la mujer salió más inerte. Al rato tuvo otro, pero al concluir éste, la vida concluyó también.
El hombre lo notó cuando aún estaba a horcajadas sobre su mujer, sumando todas sus fuerzas para contener las convulsiones. Quedó aterrado, fijos los ojos en la bullente espuma de la boca, cuyas burbujas sanguinolentas se iban ahora resumiendo en la negra cavidad.
Sin saber lo que hacía, le tocó la mandíbula con el dedo.
—¡Carlota! —dijo con una voz blanca, que no tenía entonación alguna.
El sonido de sus palabras lo volvieron a sí, e incorporándose entonces miró a todas partes con ojos extraviados.
—Es demasiada fatalidad —murmuró—. Es demasiada fatalidad… —murmuró otra vez, esforzándose entretanto por precisar lo que había pasado.
Venían de Europa, sí; eso no ofrecía duda; y habían dejado allá a su primogénito, de dos años. Su mujer estaba encinta e iban a Makallé con otros compañeros… Habían quedado retrasados y solos porque ella no podía caminar bien… Y en malas condiciones, acaso… acaso su mujer hubiera podido encontrarse en peligro…
Y bruscamente se volvió, mirando enloquecido:
—¡Muerta, allí!…
Sentose de nuevo, y volviendo a colocar la cabeza muerta de su mujer sobre sus muslos, pensó cuatro horas en lo que haría.
No arribó a pensar nada; pero cuando la tarde caía cargó a su mujer en los hombros y emprendió el camino de vuelta.
Bordeaban otra vez el estero. El pajonal se extendía sin fin en la noche plateada, inmóvil y toda zumbante de mosquitos. El hombre, con la nuca doblada, caminó con igual paso, hasta que su mujer cayó bruscamente de su espalda. Él quedó un instante de pie, rígido, y se desplomó tras ella.
Cuando despertó, el sol quemaba. Comió bananas de filodendro, aunque hubiese deseado algo más nutritivo, puesto que antes de poder depositar en tierra sagrada el cadáver de su esposa, debían pasar días aún.
Cargó otra vez con el cadáver, pero sus fuerzas disminuían. Rodeándolo entonces con lianas entretejidas, hizo un fardo con el cuerpo y avanzó así con menor fatiga.
Durante tres días, descansando, siguiendo de nuevo, bajo el cielo blanco de calor, devorado de noche por los insectos, el hombre caminó y caminó, sonambulizado de hambre, envenenado de miasmas cadavéricas, toda su misión concentrada en una sola y obstinada idea: arrancar al país hostil y salvaje el cuerpo adorado de su mujer.
La mañana del cuarto día viose obligado a detenerse, y apenas de tarde pudo continuar su camino. Pero cuando el sol se hundía, un profundo escalofrío corrió por los nervios agotados del hombre, y tendiendo entonces el cuerpo muerto en tierra, se sentó a su lado.
La noche había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llenaba el aire solitario. El hombre pudo haberlos sentido tejer su punzante red sobre su rostro; pero del fondo de su médula helada los escalofríos montaban sin cesar.
La luna ocre en su menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape.
El hombre echó una ojeada a la horrible masa blanduzca que yacía a su lado, y cruzando sus manos sobre las rodillas quedose mirando fijamente adelante, al estero venenoso, en cuya lejanía el delirio dibujaba una aldea de Silesia a la cual él y su mujer, Carlota Phoening, regresaban felices y ricos a buscar a su adorado primogénito.

Una luz en la ventana, Truman Capote

Una vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco tremendos.
No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lomucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.
Pero no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.
Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:
—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.
—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.
Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.
Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: eraEmma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.
Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:
—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.
Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.
—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?
Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:
—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos…
Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.
Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:
—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.
Me acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, nacerle entrar y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.
A la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con azúcar y leche condensada, pero me encontraba hambriento y me supo a gloria. La cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la habitación.
Ella estaba con su cháchara:
—Adoro los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno. Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?
—Sí, una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme otro.
—Entonces, quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo. En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía soportar el hecho de perderlos. Completamente. -Se rió y añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca.
Un poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: una lámpara en una ventana.

El aliento del cielo, Carson Mc Cullers

Su rostro joven y afilado examinó durante algún tiempo, con gesto insatisfecho, el suave azul del cielo que orlaba el horizonte. Luego, con un estremecimiento de la boca, abierta, descansó de nuevo la cabeza sobre la almohada, se inclinó el jipijapa sobre los ojos y se quedó inmóvil sobre la tumbona de lona a rayas. Sombras ajedrezadas se agitaban sobre la manta que cubría su delgado cuerpo. En los arbustos de reina de los prados, que a poca distancia multiplicaban sus flores blancas, se oía el zumbido de las abejas.
Constance se adormiló por un momento. La despertó el olor asfixiante de la paja caliente del sombrero y la voz de la señorita Whelan.
—Vamos. Aquí tienes tu leche.
Del aturdimiento provocado por el sueño surgió una pregunta que Constance no se proponía hacer, sobre la que ni siquiera había estado pensando de manera consciente. —¿Dónde está mi madre?
La señorita Whelan sostenía la botella refulgente en sus manos regordetas. Al verterla, la leche hizo una espuma blanca bajo la luz del sol y adornó el vaso de escarcha cristalina. —¿Dónde...? —repitió Constance, dejando que la palabra se deslizase con su escasa emisión de aliento.
—En algún sitio con tus hermanos. Mick ha armado un alboroto esta mañana sobre trajes de baño. Imagino que han ido al centro a comprarlos. ¡Qué alto hablaba! Lo bastante alto para destrozar las frágiles floraciones de reina de los prados, de manera que miles de diminutos pétalos caerían flotando, en un mágico caleidoscopio de blancura. Blancura silenciosa. Para que ella sólo viera las ramas desnudas, espinosas.
—Apuesto a que tu madre se sorprende cuando te vea aquí fuera.
—No —susurró Constance, sin saber la razón de su negativa.
—Yo pensaría que sí. Tu primer día al aire libre y todo eso. Por mi parte, no pensaba que fueras a convencer al médico para que te dejara salir. Sobre todo después de lo mal que lo pasaste anoche.
Constance miró fijamente la cara de la enfermera, la amplitud de su cuerpo vestido de blanco, sus manos plácidamente cruzadas sobre el estómago. Y luego de nuevo su cara, tan rosada y rolliza..., ¿por qué no le resultaban incómodos el peso y el color brillante? ¿Por qué no se le caía a veces cansadamente sobre el pecho...?
El odio hizo que le temblaran los labios y que su respiración se hiciera más superficial, más agitada.
Al cabo de un momento dijo:
—Si puedo hacer casi quinientos kilómetros la semana que viene, todo el camino hasta Mountain Heights, supongo que no me hará daño pasar un ratito en mi propio jardín.
La señorita Whelan movió una mano regordeta para apartarle a Constance el pelo de la cara.
—Vamos, vamos —dijo plácidamente—. El aire de allá arriba será la solución. No seas impaciente. Después de una pleuresía has de tomártelo con calma y tener cuidado.
Constance apretó los dientes con fuerza. «No permitas que llore», pensó. «Por favor, no permitas que esta mujer me vuelva a ver nunca cuando estoy llorando. No dejes que me mire ni que me vuelva a tocar. Por favor, no. Nunca jamás.»
Cuando la enfermera se alejó con toda su gordura a través del césped y volvió a entrar en la casa, Constance se olvidó de llorar. Vio cómo una brisa alta hacía que las hojas de los robles al otro lado de la calle se agitaran al sol con un brillo plateado. Dejó que el vaso de leche le descansara sobre el pecho, doblando la cabeza ligeramente para tomar un sorbo de cuando en cuando.
Al aire libre otra vez. Bajo el cielo azul. Después de inhalar durante tantas semanas, en febriles respiraciones mezquinas, las paredes amarillas de su cuarto. Después de tener que contemplar el pesado pie de cama de su lecho, sintiendo que se caía y le aplastaba el tórax. Cielo azul. Frescor azul que se podía absorber hasta que toda ella estuviera empapada en su color. Miró hacia lo alto hasta que una humedad caliente se le acumuló en los ojos.
Tan pronto como se oyó el ruido del coche en el extremo de la calle, Constance reconoció el resoplido del motor y volvió la cabeza hacia la franja de calzada visible desde donde estaba. El automóvil pareció inclinarse peligrosamente en el giro para entrar por la avenida de la casa y luego se detuvo ruidosamente con una sacudida. El cristal de una de las ventanillas posteriores tenía una grieta y lo habían remendado con una fea cinta adhesiva. Por encima asomaba la cabeza de un perro policía, lengua palpitante, cabeza ladeada.
Mick fue la primera en salir, acompañada del perro. —¡Mira, mamá! —exclamó con una sana voz infantil que ascendió hasta convertirse casi en grito—. ¡Está fuera!
La señora Lane pisó el césped y miró a su hija sin expresión, pero tensa. Aspiró a fondo el cigarrillo que sostenía entre dedos nerviosos y lanzó al aire grises jirones de humo que se retorcieron al sol.
—Vaya... —empezó Constance con voz sin entonación.
—Hola, forastera —dijo la señora Lane con crispada alegría—. ¿Quién te ha dejado salir?
Mick sujetaba al perro que tiraba de la correa. —¡Mira, mamá! King está tratando de irse con ella. No se ha olvidado de Constance. ¿Ves? La conoce tan bien como a cualquiera... ¿Verdad que sí? Quieto, King, quieto.
—No grites tanto, Mick. Encierra a ese perro en el garaje. Detrás de su madre y de Mick apareció Howard, su rostro de catorce años, lleno de granos, dominado por la timidez.
—Hola, Cons —murmuró después de una pausa de movimientos inconexos—. ¿Qué tal te encuentras?
Verlos a los tres, a la sombra de los robles, hizo, por alguna razón, que a Constance se le acumulara el cansancio que no había sentido apenas desde que saliera al jardín. Sobre todo Mick, que trataba de sujetar a King con sus robustas piernecitas, aferrándose al cuerpo curvado del perro, que parecía dispuesto a saltarle encima a ella en cualquier momento. —¿Ves, mamá? King...
La señora Lane movió un hombro, nerviosa.
—Mick... Howard, llévate a ese animal ahora mismo, y hazme caso, enciérralo en algún sitio. —Sus manos esbeltas hicieron un gesto impreciso—. En este mismo instante.
Los niños miraron a Constance de reojo y atravesaron el césped en dirección al porche delantero.
—Bien... —dijo la señora Lane cuando se hubieron marchado—. ¿Te has liado la manta a la cabeza y has salido?
—El médico ha dicho que podía, por fin, y él y la señorita Whelan sacaron esa vieja silla de ruedas del sótano y... me han ayudado.
Las palabras, tantas de una sola vez, la fatigaron. Y cuando jadeó levemente para recobrar el aliento, la tos empezó de nuevo. Se volvió hacia un lado, un pañuelo de papel en la mano, y tosió hasta que el raquítico tallo de hierba en el que había fijado los ojos se grabó indeleblemente, como las grietas en el suelo junto a la cama, en su memoria. Cuando hubo terminado, metió el pañuelo de papel en una caja de cartón junto a la tumbona y miró a su madre, de pie junto al arbusto de reina de los prados, vuelta de espaldas, chamuscando las flores distraídamente con la punta del cigarrillo.
Constance dejó de mirar a su madre para contemplar el cielo azul. Le pareció que tenía que decir algo.
—Me gustaría fumarme un cigarrillo. —Pronunció las palabras despacio, acoplando las sílabas a las dificultades de la respiración.
La señora Lane se volvió. Su boca, cuyas comisuras temblaban ligeramente, se dilató en una sonrisa demasiado alegre. —¡Eso sí que sería bonito! —Dejó caer el pitillo en la hierba y lo aplastó con el tacón del zapato—. Creo que quizá los suprima yo también durante una temporada. Tengo toda la boca llagada y como peluda, como un gatito sarnoso.
Constance rió débilmente. Cada risa era una pesada carga que la ayudaba a serenarse.
—Madre...
—Sí.
—El médico quería verte esta mañana. Ha dicho que lo llames.
La señora Lane rompió una ramita de reina de los prados y aplastó las flores con los dedos.
—Entraré en casa y hablaré con él. ¿Dónde está la señorita Whelan? ¿Todo lo que hace es sacarte al césped y dejarte sola cuando yo me voy..., a merced de los perros y...?
—No digas eso, madre. Está en casa. Hoy es su tarde libre, acuérdate. —¿Hoy? Bueno, todavía es por la mañana.
El susurro salió fuera fácilmente acompañado por la respiración.
—Madre...
—Sí, Constance. —¿Volverás luego? —Miró en otra dirección mientras lo decía; miró el cielo, de un azul febril, ardiente.
—Si tú quieres, saldré.
Constance vio cómo su madre cruzaba el césped y tomaba el sendero de grava que llevaba a la puerta principal. Caminaba tan a saltos como una marioneta. Cada tobillo huesudo se lanzaba rígidamente delante del otro, los delgados brazos huesudos se balanceaban rígidos, el delicado cuello inclinado hacia un lado.
Constance miró de la leche al cielo y de nuevo a la leche.
—Madre —dijeron sus labios, pero todo lo que se oyó fue un cansado suspiro.
Apenas había empezado a beberse la leche. Dos manchas cremosas bajaban desde el borde del vaso, una junto a otra. Había bebido, por tanto, cuatro veces. Dos en la limpieza reluciente, dos más con un escalofrío y los ojos cerrados. Constance giró el vaso un centímetro y dejó que sus labios se hundieran en una parte que no estaba manchada. La leche se le deslizó fresca y soñolienta garganta abajo.
Cuando la señora Lane regresó, se había puesto los guantes blancos para trabajar en el jardín y llevaba unas ruidosas podaderas oxidadas. —¿Has telefoneado al doctor Reece?
Las comisuras de la boca de la interpelada se movieron infinitesimalmente como si acabara de tragar.
—Sí. —¿Y...?
—Piensa que lo mejor es... no retrasar la marcha demasiado. Tanto esperar... Cuanto antes te instales, mejor será. —¿Cuándo, entonces? —Sintió que le temblaba el pulso en las puntas de los dedos como una abeja en una flor; que vibraba sobre el cristal frío. —¿Qué te parece pasado mañana?
Notó que su respiración se acortaba hasta convertirse en jadeos calientes, ahogados. Asintió con la cabeza.
Desde la casa llegó el sonido de las voces de Mick y de Howard. Parecían discutir sobre los cinturones de sus trajes de baño. Las palabras de Mick se transformaron en un grito. Y luego los ruidos se calmaron.
Por eso lloraba casi. Pensaba en el agua, en mirar sus grandes remolinos color de jade, en sentir su frescor en sus extremidades sudorosas, en atravesarla con largas brazadas sin esfuerzo. Agua fresca, del color del cielo. —¡Me siento tan sucia...!
La señora Lane inmovilizó las podaderas. Sus cejas se alzaron temblorosas sobre las blancas floraciones que sostenía. —¿Sucia?
—Sí, sí. No me he metido en una bañera desde... hace tres meses. Estoy harta de que sólo se me pase una esponja..., y con tacañería...
Su madre se agachó para recoger del césped el envoltorio de un dulce, lo miró desconcertada durante un momento y después lo dejó caer de nuevo en el césped.
—Quiero ir a nadar..., sentir la frialdad del agua. No es justo..., no es justo que no pueda.
—Calla —dijo la señora Lane con un susurro malhumorado—. Calla, Constance. Es absurdo que te preocupes por tonterías.
—Y mi pelo... —Se llevó la mano al nudo grasiento que le sobresalía en la nuca—. No lo he lavado con agua desde... hace meses..., pelo asqueroso que va a acabar por volverme loca. No me importa soportar la pleuresía y los drenajes y la tuberculosis, pero...
La señora Lane apretaba tanto las flores que tenía en la mano que se doblaron sin fuerza unas sobre otras como avergonzadas.
—Calla —repitió con voz apagada—. No hace ninguna falta que te pongas así.
El cielo ardía brillante: llamas azul azabache. Asfixiante y asesino para el aire.
—Quizá si me lo cortara...
Las podaderas se cerraron despacio.
—Escucha, si quieres que lo haga..., supongo que te lo podría cortar. ¿De verdad lo quieres corto?
Constance torció la cabeza y alzó con dificultad una mano para tirar de las horquillas de bronce.
—Sí, muy corto. Quítamelo todo.
Frío y húmedo, el pesado pelo castaño, una vez suelto, colgaba muchos centímetros por debajo de la almohada. Vacilante, la señora Lane se inclinó y se apoderó de un mechón. Las hojas de la podadera, con un brillo cegador bajo el sol, empezaron a cortarlo despacio.
Mick apareció de repente por detrás de los arbustos de reina de los prados. Sin otra ropa que el pantalón de baño, brillaba al sol su rollizo tórax de un blanco sedoso. Inmediatamente por encima del redondo estómago de niña se dibujaban dos pequeños michelines. —¡Mamá! ¿Se lo estás cortando tú?
La señora Lane, con gesto crispado, se quedó mirando el pelo que tenía en la mano.
—Buen trabajo —dijo alegremente—. Sin trasquilones en torno al cuello, espero.
—No —dijo Constance, mirando a su hermana pequeña. La niña extendió una mano abierta.
—Dámelo, mamá. Me servirá para rellenar un precioso almohadoncito para King. Puedo...
—No se te ocurra dejarle que toque esa porquería —dijo Constance sin abrir apenas la boca. Con una mano se revisó los tiesos mechones sueltos en torno al cuello y luego se recostó cansadamente y se puso a arrancar césped.
La señora Lane se agachó, retiró las flores blancas del periódico donde las había colocado, envolvió el pelo y dejó el bulto en el suelo, detrás de la tumbona de la enferma.
—Me lo llevaré cuando entre...
Las abejas zumbaban sobre la cálida quietud. La sombra se había espesado y las manchas oscuras que antes se agitaban junto a los robles estaban inmóviles ya. Constance se bajó la manta de viaje hasta las rodillas. —¿Le has dicho a papá que me voy a ir tan pronto?
—Sí, le he telefoneado. —¿A Mountain Heights? —preguntó Mick, mientras se sostenía en equilibrio, primero con una pierna desnuda y luego con la otra.
—Sí, Mick.
—Mamá, ¿no es ahí donde fuisteis a ver al tío Charlie?
—Sí. —¿No nos mandó desde ahí unos dulces de cacto, hace ya mucho tiempo?
Arrugas, delgadas y grises como una tela de araña, se extendieron por la piel pálida en torno a la boca y los ojos de la señora Lane.
—No, Mick. Mountain Heights está sólo al otro lado de Atlanta. Aquello era en Arizona.
—Tenían un gusto muy raro —comentó Mick.
La señora Lane empezó de nuevo a cortar las flores con apresurados tijeretazos.
—Me... me parece que oigo aullar a ese perro vuestro en algún sitio. Ve a ocuparte de él, anda, Mick.
—No oyes a King, mamá. Howard le está enseñando a dar la mano en el porche de atrás. No me obligues a irme, por favor. —Se cubrió con las manos la suave redondez del estómago—. ¡Mira! No has dicho nada sobre mi traje de baño. ¿Verdad que me sienta bien, Constance?
La enferma miró los ansiosos músculos flexionados de la niña que tenía delante y luego volvió a mirar al cielo. Dos palabras se le formaron, inaudibles, en los labios. —¡Vaya! Tengo que darme prisa y entrar. ¿Sabéis que nos están haciendo caminar por una especie de zanja para que este año no nos duelan los dedos de los pies? ¿Y que han instalado un tobogán nuevo?
—Obedéceme ahora mismo, Mick, y entra en casa.
La niña miró a su madre y echó a andar atravesando el césped. Al alcanzar el sendero que llevaba hasta la puerta hizo una pausa y, protegiéndose de la luz del sol con la mano, se volvió para mirarlas. —¿Nos iremos pronto? —preguntó, más contenida.
—Sí; coge tus toallas y estáte preparada.
Durante varios minutos ni la madre ni la hija dijeron nada. La señora Lane se movía espasmódicamente de los arbustos de reina de los prados a las flores de brillantes colores que bordeaban la entrada para vehículos, asestando precipitados tijeretazos a los capullos, mientras las sombras oscuras de sus pies la perseguían con la rechonchez característica del mediodía. Constance la vigilaba con ojos medio cerrados por el resol, con las huesudas manos sobre la dinamo retumbante y llena de burbujas que era su pecho. Finalmente, dio forma a las palabras con sus labios y las dejó salir: —¿Voy a ir allí arriba yo sola?
—Por supuesto, cariño. Te subiremos a una bicicleta y te daremos un empujón...
Constance aplastó con la lengua una cadena de flemas para no tener que escupirla y pensó en repetir la pregunta.
No había más flores que se pudieran cortar. La madre miró de reojo a su hija por encima del ramo que abrazaba, mientras su mano de venas azules cambiaba de posición sobre los tallos.
—Escucha, Constance... El club de jardinería tiene hoy una celebración de algún tipo. Todo el mundo se reúne a almorzar en el club y luego van a ir al jardín de alguien, uno que tiene rocas y plantas alpinas. He pensado que si me llevo a tus hermanos pequeños..., ¿no te importa que vaya, verdad que no?
—No —dijo Constance al cabo de un momento.
—La señorita Whelan ha prometido quedarse. Mañana quizá...
Constance pensaba todavía en la pregunta que tenía que repetir, pero las palabras se le pegaban a la garganta como pegajosas bolitas de mucosidad y le pareció que si trataba de expulsarlas, lloraría.
Lo que dijo en cambio, sin motivo especial, fue:
—Preciosas. —¿Verdad que sí? En especial la reina de los prados, tan grácil y blanca.
—Ni siquiera sabía que hubieran empezado a florecer hasta que he salido. —¿No lo sabías? Te puse algunas en un jarrón la semana pasada.
—En un jarrón... —murmuró Constance.
—De noche, sobre todo. Es el momento de verlas. Anoche me quedé junto a la ventana..., y estaban iluminadas por la luna. Ya sabes lo blancas que están las flores a la luz de la luna...
De repente Constance alzó sus ojos brillantes hasta los de su madre.
—Te oí —dijo, medio acusadoramente—. En el vestíbulo, arriba y abajo. Tarde. En el cuarto de estar. Y me pareció que oía abrirse y cerrarse la puerta de la calle. Y una vez cuando estaba tosiendo miré por la ventana y me pareció ver un vestido blanco de aquí para allá por el césped como un fantasma..., como un... —¡Calla! —dijo su madre con una voz tan llena de aristas como un cristal astillado—. Calla.
Hablar es tan... agotador.
Era el momento de la pregunta, como si su garganta se hubiera hinchado con sus sílabas ya maduras. —¿Voy a ir sola a Mountain Heights, o con la señorita Whelan, o...?
—Voy a ir yo contigo. Te llevaré en el tren. Y me quedaré unos días hasta que te encuentres a gusto.
Su madre estaba de espaldas al sol, y detenía en parte el resplandor, de manera que pudo mirarla a los ojos. Eran del color del cielo con el frescor de la mañana. Ahora la miraban con una extraña quietud, una placidez vacía. Azules como el cielo antes de que el sol lo haya quemado hasta un fulgor gaseoso. Constance la miró con los labios separados, temblorosos, escuchando el ruido que le hacía la respiración.
—Madre...
El final de la palabra quedó ahogado por el primer estallido de tos. Se inclinó hacia un lado de la tumbona, sintiendo los golpes en el pecho como mazazos surgidos de algún lugar desconocido en su interior. Llegaron, uno tras otro, con idéntica fuerza. Y cuando se liberó del último, siempre en sordina, estaba tan cansada que se recostó con entregada flacidez sobre el brazo de la tumbona, preguntándose si tendría alguna vez la fuerza suficiente para alzar la cabeza y superar el mareo que sentía.
Durante el minuto de jadeos que siguió, los ojos que aún tenía delante se dilataron hasta cubrir la inmensidad del cielo. Constance miró, respiró, y se esforzó por mirar de nuevo.
La señora Lane se había dado la vuelta. Pero al cabo de un momento su voz resonó, amargamente llena de vida.
—Hasta luego, corazón... Me marcho ya. La señorita Whelan saldrá dentro de un minuto y será mejor que entres en seguida en casa. Adiós...
Mientras cruzaba el césped, Constance creyó advertir que un leve estremecimiento sacudía los hombros de su madre: un movimiento tan perceptible como el de una copa de cristal a la que se golpea con demasiada fuerza.
La señorita Whelan se mantuvo plácidamente en su línea de visión cuando se marchaban su madre y sus hermanos. Sólo llegó a vislumbrar los cuerpos medio desnudos de Howard y de Mick y las toallas con que mutuamente se azotaban alegremente el trasero. Y a King, la boca jadeante asomada por encima del cristal astillado de la ventanilla del coche con su deprimente cinta adhesiva. Pero oyó perfectamente la excesiva aceleración del motor, la violenta protesta de la caja de cambios al salir el coche marcha atrás desde el garaje. E incluso después de que el último sonido del motor se difuminara en el silencio, era como si todavía pudiera ver el blanco rostro de su madre, siempre tenso, inclinado sobre el volante... —¿Qué sucede? —preguntó, apacible, la enfermera—. Confío en que no te duela otra vez el costado.
Constance agitó dos veces la cabeza sobre la almohada.
—Ya verás. Una vez que ya estés dentro de casa te encontrarás perfectamente.
Sus manos, tan flácidas y descoloridas como sebo, descendieron sobre la caliente humedad que le corría por las mejillas. Y Constance nadó sin respirar en un azul tan amplio e indiferente como el del cielo.

Donde estuviste de noche, Clarise Lispector

Las historias no tienen desperdicio.
ALBERTO DIÑES
Lo desconocido envicia.
FUAZI ARAP
Sentado en el sofá con la boca llena de dientes, esperando la muerte.
RAÚL SEIXAS
Lo que voy a anunciar es tan nuevo que sospecho todos los hombres se convertirán en mis enemigos, a tal punto se enraizan en el mundo los prejuicios y las doctrinas, una vez aceptadas.
WILLIAM HARVEY

La noche era una posibilidad excepcional. En plena noche cerrada de un verano tórrido un gallo soltó su grito fuera de hora y una sola vez para anunciar el inicio de la subida por la montaña. La multitud, abajo, aguardaba en silencio.
Él-ella ya estaba presente en lo alto de la montaña, y Ella-él estaba personalizada en él y él estaba personalizado en ella. La mezcla andrógina creaba un ser tan terriblemente bello, tan horrorosamente sorprendente que los participantes no podían mirarlo de una sola vez: así como una persona va poco a poco habituándose a la oscuridad y lentamente discierne. Lentamente discernían a Ella-él y cuando Él-ella se les aparecía con una claridad que emanaba de Ella-él, los paralizados por la belleza iban a decir: «¡Ah, ah!». Era una exclamación que estaba permitida en el silencio de la noche. Miraban la asustadora belleza y su peligro. Pero ellos habían venido exactamente para sufrir el peligro.
Los pantanos se elevaban. Una estrella de enorme densidad los guiaba. Ellos eran el revés del Bien. Subían la montaña mezclando hombres, mujeres, duendes, gnomos y enanos, como dioses extintos. La campana de oro sonaba por los suicidas. Fuera de la estrella grande, ninguna estrella. Y no había mar. Lo que había desde lo alto de la montaña era oscuridad. Soplaba un viento noroeste. ¿Él-ella era un farol? La adoración de los malditos comenzaba.
Los hombres coleaban en el suelo como gruesos y blandos gusanos: subían. Lo arriesgaban todo, ya que fatalmente un día iban a morir, tal vez dentro de dos meses, tal vez siete años: quizás fuera esto lo que Él-ella pensaba dentro de ellos.
Mira al gato. Mira lo que el gato vio. Mira lo que el gato pensó. Mira lo que era. En fin, en fin, no había símbolo, la «cosa» era. La cosa orgiástica. Los que subían estaban al borde de la verdad. Nabucodonosor. Ellos parecían veinte nabucodonosores. Y en la noche se desquitaban. Ellos están esperándonos. Era una ausencia, el viaje fuera del tiempo.
Un perro daba carcajadas en la oscuridad. «Tengo miedo», dijo la niña. «¿Miedo de qué?», preguntó la madre. «De mi perro.» «Pero si tú no tienes perro.» «Tengo, sí.» Pero después la niñita también carcajeó llorando, mezclando lágrimas de risa y de espanto.
Al fin llegaron, los malditos. Y miraban a aquella eterna Viuda, la gran Solitaria que fascinaba a todos, y los hombres y las mujeres no podían resistir y querían aproximarse a ella para amarla muriendo, pero ella con un gesto los mantenía a todos a distancia. Ellos querían amarla con un amor extraño que vibra en la muerte. No se inquietaban por amarla muriendo. El manto de Ella-él era de sufrido color rosa. Pero las mercenarias del sexo en festín intentaban imitarla en vano.
¿Qué hora sería? Nadie podía vivir en el tiempo, el tiempo era indirecto y por su propia naturaleza siempre inalcanzable. Ellos ya estaban con las articulaciones hinchadas, los dolores roncaban en los estómagos llenos de tierra y con los labios inflamados y hendidos subían la colina. Las tinieblas eran de un sonido bajo y oscuro como la nota más oscura de un violoncelo. Llegaron. El Mal-Aventurado, o Él-ella, frente a la adoración de los reyes y vasallos, brillaba como una iluminada águila gigantesca. El silencio pululaba de respiraciones ansiosas. La visión era de bocas entreabiertas por la sensualidad que casi los paralizaba de tan gruesa. Ellos se sentían a salvo del Gran Tedio.
La colina era de chatarra. Cuando Ella-él se detenía un instante, los hombres y mujeres, entregados a ellos mismos por un momento, decíanse asustados: yo no sé pensar. Pero Él-ella pensaba dentro de ellos.
Un mensajero mudo de clarinete agudo anunciaba la noticia. ¿Qué noticia? ¿La de la bestialidad? Quizá lo que ocurría era lo siguiente: a partir del mensajero cada uno de ellos comenzó a «sentirse», a sentirse a sí mismo. Y no había represión: ¡libres!
Entonces ellos comenzaron a balbucear para adentro, porque Ella-él era cáustica y no quería que se perturbaran los unos a los otros en su lenta metamorfosis. «Soy Jesús, soy judío», gritaba en silencio el judío pobre. Los anales de astronomía nunca registraron nada como este espectacular cometa, recientemente descubierto, su cola vaporosa se arrastrará durante millones de quilómetros en el espacio. Sin hablar del tiempo.
Un enano jorobado daba saltos como un sapo, de una encrucijada a otra (el lugar era de encrucijadas). De repente las estrellas aparecieron, y eran brillantes y diamantes en el cielo oscuro. Y el enano giboso daba saltos, los más altos que conseguía para alcanzar los brillantes que su codicia despertaba. ¡Cristales! ¡Cristales!, gritó él, con pensamientos que eran saltarines como los brincos.
La latencia pulsaba leve, ritmada, ininterrumpida. Todos eran todo en latencia. «No hay crimen que no hayamos cometido con el pensamiento»: Goethe. Una nueva y no auténtica historia brasileña era escrita en el extranjero. Además, los investigadores nacionales se quejaban de la falta de recursos para el trabajo.
La montaña era de origen volcánico. Y de repente el mar: la rabiosa rebeldía del Atlántico henchía sus oídos. Y el olor salado del mar los fecundaba y los multiplicaba en monstruitos.
¿El cuerpo humano puede volar? La levitación. Santa Teresa de Ávila: «Parecía que una gran fuerza me elevaba en el aire. Eso me provocaba un gran miedo». El enano levitaba por segundos, pero le gustaba y no tenía miedo.
—¿Cómo se llama? —dijo mudo el chico—. Para poder llamarla, para poder llamarla la vida entera. Yo gritaré su nombre.
—Yo no tengo nombre allá abajo. Aquí, tengo el nombre de Xantipa.
—¡Ah! ¡Quiero gritar Xantipa! ¡Xantipa!
Mire, estoy gritando hacia adentro. ¿Y cuál es su nombre durante el día?
—Me parece que es..., es... Creo que María Luisa.
Y se estremeció como un caballo se eriza. Cayó exangüe en el suelo. Nadie asesinaba a nadie porque ya estaban asesinados. Nadie quería morir y nadie moría.
En cuanto a eso, delicada, delicada, Él-ella usaba un timbre. El color del timbre. Porque yo quiero vivir en abundancia y traicionaría al mejor amigo a cambio de más vida de la que se puede tener. Esa búsqueda, esa ambición. Ya despreciaba los preceptos de los sabios que aconsejan la moderación y la pobreza del alma; la simplificación del alma, según mi propia experiencia, era la santa inocencia. Pero yo luchaba contra la tentación.
Sí. Sí: caer hasta la abyección. Ésa era la ambición de ellos. El sonido era el mensajero del silencio. Porque nadie podía dejarse poseer por Aquel-aquella-sin-nombre.
Ellos querían gozar de lo prohibido. Querían elogiar la vida y no querían el dolor que es necesario para vivir, para sentir y para amar. Ellos querían sentir la inmortalidad aterradora. Pues lo prohibido es siempre lo mejor. Al mismo tiempo, ellos no se preocupaban ante la posibilidad de caer en el enorme agujero de la muerte. Y la vida sólo les era preciosa cuando gritaban y gemían. Sentir la fuerza del odio era lo que más querían. Yo me llamo pueblo, pensaban.
—¿Qué hago para ser un héroe? Porque en los templos sólo hay héroes.
Y en el silencio, de pronto su grito agudo, no se sabía si de amor o de mortal, el héroe oliendo a mirra, a incienso y a benjuí.
Él-ella cubría su desnudez con un manto bonito, pero parecido a una mortaja, mortaja púrpura, color bermejo-catedral. En noches sin luna Ella-él se transformaba en coruja. Comerás a tu hermano, dijo ella en el pensamiento de los otros, y en la hora salvaje habrá un eclipse de sol.
Para no traicionarse, ellos ignoraban que hoy era ayer y habría mañana. Soplaba en el aire una transparencia como ningún hombre había respirado antes. Pero ellos esparcían pimienta en polvo en los propios órganos genitales y se contorsionaban de ardor. Y de repente el odio. Ellos no se mataban los unos a los otros, pero sentían tan implacable odio que era como dardo lanzado al cuerpo. Y se regocijaban, enloquecidos por lo que sentían. El odio era un vómito que los libraba del vómito mayor, el vómito del alma.
Él-ella con las siete notas musicales conseguía el aullido. Así como con las mismas siete notas podría crear música sacra. Ellos oían dentro de ellos mismos el do-re-mi-fa-sol-la-si, el si suave y agudísimo. Ellos eran independientes y soberanos, a pesar de estar guiados por Él-ella. Rugiendo la muerte en los poros oscuros. Fuego, grito, color, vicio, cruz. Estoy vigilante en el mundo: de noche vivo y de día duermo, huyo. Yo, como olfato de perro, orgiástico.
En cuanto a ellos, cumplían los rituales que los fieles ejecutan sin entender los misterios. El ceremonial. Con un gesto leve Ella-él tocó a una niña fulminándola y todos dijeron: amén. La madre dio un aullido de lobo: estaba muerta, ella también.
Pero era para tener supersensaciones que se iba hasta allí. Y era una sensación tan secreta y tan profunda que el júbilo centelleaba en el aire. Ellos querían la fuerza superior que reina en el mundo a través de los siglos. ¿Tenían miedo? Nada sustituía la riqueza del silencioso pavor. Tener miedo era la maldita gloria de la oscuridad, silente como la Luna.
Poco a poco se habituaban a la oscuridad y a la Luna, antes escondida, muy redonda y pálida, que les suavizaba la subida. Era oscuro cuando uno por uno subían «la montaña», como llamaban a la colina un poco más elevada. Se apoyaban en el suelo para no caer, pisando ramas secas y ásperas, pisando cactus espinosos. Era un miedo irresistiblemente atrayente, preferían morir que abandonarlo. Él-ella era como la Amante. Pero si alguien osaba, por ambición, tocarla, era congelado en la posición en que estuviera.
Él-ella contóles, dentro de sus cerebros —y todos escucharon dentro de sí—, lo que le ocurría a una persona cuando no atendía al llamado de la noche: le ocurría que en la ceguera de la luz del día la persona vivía en carne abierta y con los ojos ofuscados por el pecado de la luz, vivía sin anestesia el terror de estar vivo. Nada hay que temer, cuando no se tiene miedo. Era la víspera del apocalipsis. ¿Quién era el rey de la Tierra? Si se abusa del poder que se ha conquistado, los maestros lo castigarán. Llenos de terror, de una feroz alegría, ellos bajaban y a carcajadas comían hierbas dañinas del suelo y las carcajadas rebosaban de oscuridades y de ecos de oscuridades. Un perfume sofocante de rosas henchía el peso del aire, rosas malditas en su fuerza de naturaleza demente, la misma naturaleza que inventaba las cobras y los ratones y perlas y niños, la naturaleza extravagante que ora era noche de tinieblas, ora el día de luz. Esta carne que se mueve sólo porque tiene espíritu.
De las bocas se deslizaba una saliva gruesa, amarga y untuosa, y ellos se orinaban sin sentirlo. Las mujeres que habían parido recientemente apretaban con violencia los propios senos y de las puntas una gruesa leche oscura manaba. Una mujer escupió con fuerza en la cara de un hombre y la saliva áspera se deslizó de la cara hasta la boca: ávidamente, se lamió los labios.
Todos estaban sueltos. La alegría era frenética. Ellos eran el harén de Él-ella. Habían caído finalmente en lo imposible. El misticismo era la forma más alta de la superstición.
El millonario gritaba: ¡Quiero el poder! ¡Poder! ¡Quiero que hasta los objetos obedezcan mis órdenes! Yo diré: ¡Muévete, objeto! Y él, por sí solo, se moverá.
La mujer vieja y desgreñada le dijo al millonario: ¿Quiere ver cómo no es millonario? Pues le diré: usted no es dueño del próximo segundo de vida, usted puede morir sin saberlo. La muerte lo humillará. El millonario: Yo quiero la verdad, ¡la verdad pura!
La periodista estaba haciendo un reportaje magnífico sobre la vida cruda. Voy a ganar fama internacional, como la autora de El exorcista, que no leí para no dejarme influenciar. Estoy viendo en directo la vida cruda, la estoy viviendo.
Yo soy solitario, se dijo el masturbador. Estoy en la espera, espera, nada jamás me sucede, ya desistí de esperar. Ellos bebían el amargo licor de hierbas ásperas.
—¡Yo soy un profeta! ¡Veo el más allá! —gritaba un muchacho.
El padre Joaquín Jesús Jacinto —todo con jota, porque a la madre le gustaba la letra jota.
Era el día treinta y uno de diciembre de 1973. El horario astronómico sería medido por los relojes atómicos, cuyo atraso es sólo de un segundo cada tres mil trescientos años.
A otro le dio por estornudar, un estornudo detrás de otro, sin parar. Pero le gustaba. La otra se llamaba J. B.
—¡Mi vida es una verdadera novela! —gritaba la escritora fracasada.
El éxtasis estaba reservado para Él-ella. Que de pronto sufrió la exaltación del cuerpo, largamente. Ella-él dijo: ¡Paren! Porque se endemoniaba por sentir el gozo del Mal. A través de ella, todos gozaban: era la celebración de la Gran Ley. Los eunucos hacían una cosa que estaba prohibido mirar. Los otros, a través de Ella-él, recibían temblorosos las ondas del orgasmo, pero sólo las ondas porque no tenían fuerza de, sin destruirse, recibir todo. Las mujeres pintaban sus bocas de rojo como si fuese fruta aplastada por los afilados dientes.
Ella-él les contó lo que ocurría cuando no se iniciaba en la profetización de la noche. Estado de choc. Por ejemplo: la muchacha era rubia y como si no alcanzara con eso, era rosada por dentro y además, daltónica. Tanto que en su pequeño apartamento había una cruz verde sobre fondo rojo: ella confundíalos dos colores. ¿Cómo es que comenzó su terror? Escuchando un disco, o el silencio reinante, o los pasos en el piso de arriba, y hela allí, aterrorizada. Con miedo al espejo que la refleja. De frente había un armario y tenía la impresión de que las ropas se movían en su interior. Poco a poco iba reduciendo el apartamento. Tenía miedo hasta de salir de la cama. Tenía la impresión de que iban a agarrarle el pie desde abajo de la cama. Era delgadísima. Su nombre era Psiu, nombre rojo. Tenía miedo de encender la luz en la oscuridad y de encontrar la fría lagartija que habitaba en ella. Sentía con aflicción los dedos helados y blancos de la lagartija. Buscaba ávidamente en el periódico las páginas policiales, noticias de lo que estaba ocurriendo. Siempre le ocurrían cosas horribles a las personas como ella, que vivían solas y eran asaltadas por la noche. Tenía en la pared un cuadro que era de un hombre que la miraba bien a los ojos, vigilándola. Imaginaba que esa figura la seguía por todos los rincones de la casa. Tenía terror pánico a los ratones. Prefería morir a entrar en contacto con ellos. Pero oía sus gritos. Llegaba a sentir sus mordiscos en los pies. Despertaba siempre sobresaltada, sudando frío.
Ella era un bicho arrinconado. Normalmente dialogaba consigo misma. Daba los pros y los contras y siempre quien perdía era ella. Su vida era una constante sustracción de sí misma. Todo eso porque no atendió a la llamada de la sirena.
Él-ella sólo mostraba el rostro de andrógina. Y de él se irradiaba tal ciego esplendor de locura que los otros gozaban la propia locura. Ella era el vaticinio y la disolución y ya nació tatuada. Todo el aire olía ahora a fatal jazmín y era tan fuerte que algunos vomitaban las propias entrañas. La Luna estaba plena en el cielo. Quince mil adolescentes esperaban para saber qué especie de hombre y mujer iban a ser.
Entonces Ella-él dijo:
—Comeré a tu hermano y habrá un eclipse total y el fin del mundo.
De vez en cuando se escuchaba un largo relincho, pero no se veía caballo alguno. Sólo se sabía que con siete notas musicales se hacían todas las músicas que existen y que existieron y que existirán. De Ella-él manaba un fuerte olor a jazmín marchito porque era noche de Luna llena. El sortilegio o la hechicería. Max Ernst, cuando niño, fue confundido con el Niño Jesús en una procesión. Después, provocaba escándalos artísticos. Tenía una pasión ilimitada por los hombres y una inmensa y poética libertad. Pero, ¿por qué estoy hablando de eso? No lo sé. «No lo sé» es una respuesta óptima.
¿Qué hacía Thomas Edison, tan inventor y libre, en medio de aquellos que eran comandados por Él-ella?
Garabatos, pensó el estudiante perfecto, era la palabra más difícil de la lengua.
¡Escuchad! ¡Los ángeles anunciadores cantan!
El judío pobre gritaba mudo y nadie lo oyó, el mundo entero no oía. Él dijo: tengo sed, sudor y lágrimas. Y para saciar mi sed bebo mi sudor y mis propias lágrimas saladas. ¡Y no como cerdo! ¡Sigo la Torah! ¡Pero alivíame, Jehová, por favor!
Jubileu de Almeida escuchaba la radio a pilas, siempre. «El pastel más sabroso está hecho con Cremogema.» Y después, anunciaba, de Strauss, un vals que por increíble que pareciera se llamaba El pensador libre. Es cierto, existe, yo lo escuché. Jubileu era el dueño de La Mandolina de Oro, tienda de instrumentos musicales casi en quiebra, estaba loco por los valses de Strauss. Era viudo, él, quiero decir Jubileu. Su rival era El Clarín, también en la calle Gomes Freiré o Freí Caneca. Jubileu era también afinador de pianos. Todos, allí, estaban dispuestos a apasionarse. Sexo. Puro sexo. Ellos se frenaban. Rumania era un país peligroso: gitanos.
Faltaba petróleo en el mundo. Y, sin petróleo, faltaba comida. Carne, sobre todo. Y sin carne ellos se volvían terriblemente carnívoros.
«Aquí, Señor, encomiendo mi alma», dijo Cristóbal Colón al morir, vestido con el hábito franciscano. Él no comía carne. Se santificaba, Cristóbal Colón, el descubridor de olas, y que descubrió san Francisco de Asís. ¡Hete aquí! Él murió. ¿Dónde está ahora? ¿Dónde? Por el amor de Dios, ¡responde!
De pronto, y suavemente, fíat lux.
Hubo una desbandada asustadiza, como de gorriones.
Tan veloz que parecía que se hubieran desvanecido.
Al mismo tiempo estaban ya echados en la cama para dormir, ya despiertos. Lo que existía era el silencio. Ellos no sabían de nada. Los ángeles de la guarda —que se habían tomado un descanso, ya que todos estaban sosegados en la cama— despertaban frescos, bostezando todavía, pero ya protegiendo a sus pupilos.
Madrugada: el huevo venía girando lentamente del horizonte al espacio. Era de mañana: una joven rubia, casada con un joven rico, da a luz un bebé negro. ¿Hijo del demonio de la noche? No se sabe. Apuros, vergüenza.
Jubileu de Almeida se despertó como pan dormido: tonto. Desde pequeño fue así. Encendió la radio y escuchó: «Zapatería Morena donde está prohibido vender caro». Iría allí, necesitaba zapatos. Jubileu era albino, negro acero con las cejas amarillas casi blancas. Cogió un huevo de la nevera. Y pensó: si pudiera algún día oír El pensador libre, de Strauss, mi soledad estaría recompensada. Sólo había escuchado ese vals una vez, no recordaba cuándo.
El poderoso quería en su breakfast comer caviar danés a cucharadas, masticando con los dientes agudos las bolitas. Pertenecía al Rotary Club, a la Masonería y al Diners Club. Tenía el escrúpulo de no comer caviar ruso: era una manera de derrotar a la poderosa Rusia.
El judío pobre despierta y bebe agua del grifo, ansiosamente. Era la única agua que había en los fondos de la pensión baratísima donde vivía: una vez vio una cucaracha nadando en la comida. Las prostitutas que vivían allí protestaban.
El estudiante perfecto, que no sabía que era un tonto, pensó: ¿cuál era la palabra más difícil que existía?, ¿cuál era? ¿Una que significaba adornos, afeites, atavíos? Ah, sí, garabatos. Recordó la palabra para escribirla en el próximo examen.
Cuando comenzó a rayar el día todos estaban en la cama sin parar de bostezar. Cuando despertaban, uno era zapatero, otro estaba preso por estupro, una era ama de casa, dando órdenes a la cocinera, que nunca llegaba tarde, otro era banquero, otro era secretario, etc. Despertaban, pues, un poco cansados, satisfechos por la noche tan profunda de sueño. El sábado había pasado y hoy era domingo. Y muchos fueron a la misa celebrada por el padre Jacinto, que era el padre de moda: pero ninguno se confesó, ya que no tenían nada que confesar.
La escritora fracasada abrió su diario encuadernado en cuero rojo y comenzó a anotar: «Siete de julio de mil novecientos sesenta y cuatro. Yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo.
En esta bella mañana de sol de domingo, después de haber dormido muy mal, yo, a pesar de todo, aprecio las bellezas maravillosas de la Naturaleza-madre. No voy a la playa porque estoy demasiado gorda, y esto es una desgracia para quien aprecia tanto las olas verdes del mar. ¡Me rebelo! Pero no consigo hacer régimen: me muero de hambre. Me gusta vivir peligrosamente. Tu lengua viperina será cortada por la tijera de la complacencia».
De mañana: Agnus Dei. ¿Becerro de oro? Buitre.
El judío pobre: ¡líbrame del orgullo de ser judío!
La periodista de mañana, bien temprano, telefonea a su amiga:
—Claudia, discúlpame por telefonear un domingo a esta hora. Pero me desperté con una inspiración fabulosa: ¡voy a escribir un libro sobre la Magia Negra! No, no leí El exorcista, porque me dijeron que es mala literatura y no quiero que piensen que estoy en el mismo camino. ¿Lo has pensado? El ser humano siempre intentó comunicarse con lo sobrenatural, desde el Antiguo Egipto, con el secreto de las Pirámides, pasando por Grecia con sus dioses, pasando por Shakespeare en Hamlet. Pues yo voy también a ir por ese camino. Y, ¡por Dios!, voy a ganar esa apuesta.
En muchas casas de Río olía a café. Era domingo. Y el chico en la cama, lleno de sopor, todavía mal despierto, se dijo: otro domingo de tedio. ¿Con qué había soñado? Ya lo sé, respondióse, si soñé, soñé con una mujer.
En fin, el aire era más claro. Y el día siempre comienza. El día bruto. La luz era maléfica: instaurábase el mal asombrado día diario. Una religión era necesaria: una religión que no tuviera miedo del mañana. Yo quiero ser envidiado. Yo quiero el estupro, el robo, el infanticidio, el desafío mío es fuerte. Quiero oro y fama, despreciaba hasta el sexo: amaba de prisa y no sabía qué era el amor. Quiero el oro malo. Profanación. Voy a mi extremo. Después de la fiesta —¿qué fiesta? ¿nocturna?—, después de la fiesta, desolación.
Estaba también el observador que escribió esto en el cuaderno de notas: «El progreso y todos los fenómenos que lo rodean parecen participar íntimamente de esa ley de aceleración general, cósmica y centrífuga que arrastra a la civilización al "progreso máximo", a fin de que enseguida venga la caída. ¿Una caída ininterrumpida o una caída rápidamente contenida? Ahí está el problema: no podemos saber si esta sociedad se destruirá completamente o se conocerá sólo una interrupción brusca y después la marcha se retomará». Y después: «El Sol disminuiría sus efectos sobre la Tierra y provocaría el inicio de un nuevo período glacial que podría durar por lo menos diez mil años». Diez mil años era mucho tiempo y asustaba. Es lo que ocurre cuando alguien escoge, por miedo a la noche oscura, vivir en la superficial luz del día. Es que lo sobrenatural, divino o demoníaco, es una tentación desde el Egipto, pasando por la Edad Media, hasta las novelas baratas de misterio.
El carnicero, que ese día sólo trabajaba de las ocho a las once, abrió la carnicería, y se detuvo, embriagado de placer ante el olor de carnes y carnes crudas, crudas y sanguinolentas. Era lo único en que el día continuaba a la noche.
El padre Jacinto estaba de moda porque nadie corno él erguía tan límpidamente el cáliz y bebía con sagrada unción y pureza, salvando a todos, la sangre de Jesús, que era el Bien. Con suma delicadeza en las manos pálidas, durante la ofrenda.
El panadero, como siempre, despertó a las cuatro y comenzó a hacer la masa del pan. ¿De noche amasa el Diablo?
Un ángel pintado por Fra Angélico, siglo quince, voceaba por los aires: era el clarín anunciador de la mañana. Los postes de la luz eléctrica todavía no habían sido apagados y lucían empalidecidos. Postes. La velocidad se come los postes cuando se anda en auto.
El mas turbador de mañana: mi único amigo fiel es mi perro. Él no confiaba en nadie, especialmente, no confiaba en las mujeres.
La que bostezó la noche entera y dijo: «Te conjuro, ¡madre de santo!»[5], comenzó a restregarse los ojos y a bostezar. Diablos, dijo.
El poderoso —que cuidaba orquídeas, dalias, camelias y lilas— hizo sonar impaciente la campana para llamar al mayordomo: quería que le trajera el ya atrasado breakfast. El mayordomo le adivinaba los pensamientos y sabía cuándo traerle los galgos daneses para que fueran rápidamente acariciados.
Aquella que de noche gritaba: «Estoy en espera, en espera», de mañana, despeinada, dijo a la leche que estaba en el cazo, al fuego:
—¡Te voy a dar, porquería! Quiero ver si te estropeas y si hierves en mi cara, mi vida es esperar. Es sabido que si desvío un instante la mirada de la leche, va a aprovecharse, la desgraciada, para hervir y volcarse. Como la muerte que viene cuando nadie la espera.
Ella esperó, esperó, y la leche no hervía. Entonces, apagó el gas.
En el cielo, un leve arco iris: era el anuncio. La mañana como una oveja blanca. Paloma blanca era la profecía. Pesebre. Secreto. La mañana preestablecida. Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus et benedictus fructus ventris tui, Jesús. Sancta María, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus. Nunc et in hora mortis nostrae. Amen.
El padre Jacinto elevó con las dos manos el cáliz de cristal que contenía la sangre escarlata de Cristo. El vino bueno. Y una flor nació. Una flor leve, rosada, con el perfume de Dios. Él-ella había desaparecido, hacía mucho, en el aire. La mañana era límpida como algo recién lavado.
AMÉN.
Los fieles distraídos hicieron la señal de la Cruz.
AMÉN.
DIOS.
FIN.
Epílogo:
Todo lo que escribí es verdad y existe. Existe una mente universal que me guió. ¿Donde estuviste de noche? Nadie lo sabe. No intentes responder, por amor de Dios. No quiero saber la respuesta. Adiós. A-Dios.

Juguetes, Osvaldo Soriano


El primer regalo del que tengo memoria debe haber sido aquel camión de madera que mi padre me hizo para un cumpleaños. No me gustó y no lo usé nunca quizá porque lo había hecho él y no se parecía a los de lata pintada que vendían en los negocios. Muchos años después lo encontré en casa de uno de mis primos que se lo había dado a su hijo. Era un Chevrolet 47 verde, con volquete, ruedas de retamo y el capó que se abría. Las ruedas y los ejes seguían en su lugar y las diminutas bisagras de las puertas estaban oxidadas pero todavía funcionaban.
Mi padre se daba maña para hacer de todo sin ganar un peso. En San Luis construyó una casa en un baldío de horizonte dudoso, cubierto de yuyos y algarrobales. El gobierno de Perón le había dado un crédito para vivienda y él se sentía vagamente humillado por haberlo merecido. Nunca supe cómo hacía para ocultar su condición de antiperonista virulento, de yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan Quinquenal. En cambio yo me criaba en aquel clima de Nueva Argentina en la que los únicos privilegiados éramos los niños, sobre todo los que llevábamos el luto por Evita.
En el día de Reyes, que para colmo es el de mi cumpleaños, el correo regalaba juguetes a los chicos que fueran a buscarlos. Muñecas, trompos, una pelota de goma, cosas de nada que los pibes mostraban a la tarde en la vereda. Por más peronistas que fuéramos, a los hijos de los "contreras" se nos notaba la bronca y el orgullo de ser diferentes. A mi padre no le gustaba que yo hiciera cola en el correo para recibir algo que él no podía comprarme. Por eso me hizo aquel camión con sus propias manos, para mostrarme que mi viejo era él y no el lejano dictador que nos embelesaba por radio y aparecía en las tapas de todas las revistas.
Pero a mí el camión no me gustaba y a escondidas le escribí una carta al mismísimo General. No recuerdo bien: creo que en el sobre puse "Excelentísimo General Don Juan Domingo Perón, Buenos Aires". En casa siempre había estampillas coloradas con la cara de San Martín así que despaché la carta y enseguida me olvidé. Para remediar su fracaso con el camión, mi padre me compró un barquito verde y blanco que no funcionó nunca pero del que me acuerdo siempre. Como no tenía hermanos, nadie me lo disputaba y pasaba horas haciéndolo navegar. Me acomodaba bajo la copa de un árbol para protegerme del terrible sol puntano y allí imaginaba aventuras tan buenas como las que traían El Tony, Fantasía y Rayo Rojo. No sé, creo que unas veces yo era Tarzán y otras el Corsario Negro conduciendo, intrépido, a sus sesenta valientes.
El tiempo parecía interminable entonces. Ser mayor era tener diecisiete años y ésa era la edad de mis héroes en el momento de combatir o de amar. Y allí íbamos, Tarzán, el Corsario, Kit Carson y yo, en busca de una rubia suave y maternal que se esfumaba en las sombras de nuestra noche imaginaria. No sé quién era; tal vez Lana Turner, Evita, o la radiante esposa del bicicletero de la esquina. Creo que hacíamos con ella algo inconfesable y delicioso, mecidos por la brisa de la tarde o azotados por el torbellino del viento chorrillero. Entre tanto, mi padre ocultaba el pasto que habíamos puesto para que comieran los camellos de los Reyes Magos. Recuerdo que!o seguí a hurtadillas aquella noche en que me regaló el camión y lo vi arrojar el pasto por encima de la tapia.
Era un tipo de voz temible, mi padre; de gestos dulces y reflexiones amargas. Nada de lo que a él le gustaba me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros llenos de ecuaciones y extraños dibujos. Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando para mí sólo contaba el general. Me daba pena verlo soñar con una máquina de fotos, una Leica que nunca podría pagar. A medida que crecíamos y nos enterábamos por el cine, el Corsario, Tarzán, Kit Carson y yo distinguíamos por la trompa un Chevrolet 37 de uno del 35, un Ford A del 30 de otro del 31.
Una mañana se detuvo frente a casa un Buick con tres hombres de sombrero. Lo buscaban a mi padre y él salió presuroso, con el pucho entre los labios. Llevaba el único traje que tenía para ir a la oficina y sólo Dios sabe cómo hacía mi madre para tenérselo siempre listo. La imagen de mi padre (alto, pelo blanco, idéntico a las fotos de Dashiell Hammett) me es indisociable del cigarrillo en los labios. Lo dejaba consumirse ahí, y se estaba horas mirando un libro de logaritmos, acompañado por una voluta de humo que flotaba hacia la lámpara.
El Buick arrancó y yo supe enseguida que era un modelo 39. Para el Corsario y Kit Carson era del 38, pero yo estaba seguro porque tenía la parrilla más ancha y generosa y atrás la carrocería bajaba en picada disimulando el baúl. Mi madre se quedó en silencio y cuando se ponía así era mejor mantenerse a distancia. No sé por qué, yo me olía plata, la plata que faltaba, la que permitiría que mi padre se comprara la Leica y mi madre cambiara los zapatos. Plata para que me compraran Puño Fuerte y El Tony todas las semanas. Tal vez el Misterix, que era carísimo. "Una fragata", solía decir mi padre, "¡quién tuviera una fragata!". La fragata era el imposible billete de mil y mi padre había imaginado todas las maneras de gastarlo. Ninguna incluía revistas de historietas ni matinés con Dick Tracy y la habitación donde él soñaba se llenaba de voltímetros, catalizadores de células fotoeléctricas y otras cosas tan inservibles como ésas.
Pero tampoco esa vez fue plata. Cuando volvió, a mediodía, mi padre estaba pálido pero sonriente. No se decidía entre el orgullo y la bronca. La ceniza del cigarrillo le caía sobre el banderín azul y blanco que apretujaba con los dedos humedecidos.
—Me dio la mano —le dijo a mi madre y me miró de reojo—. Me dio la mano y me dijo: "Cómo le va, Soriano".
—¿Y cómo te conoció? —preguntó mi madre, asustada.
—No sé. Me conoció el desgraciado.
En los días de más furia solía llamarlo "degenerado mental", pero aquel mediodía estaba demasiado impresionado porque el General, que iba a Mendoza en tren, se había detenido en la estación de San Luis para saludar a todos los funcionarios por su nombre. Uno por uno, hasta llegar al sobrestante de Obras Sanitarias José Vicente Soriano, responsable de las aguas que consumía la población de San Luis.
Después de aquel apretón de manos, mi padre fingió odiarlo todavía más y por las noches, a la hora de la cena, bajaba la voz como un filibustero listo para el abordaje: "¡No me voy a morir sin verlo caer!", decía, y yo me estremecía de miedo a verlo caer. Corría entonces a mirarlo sonreír en las figuritas, entre Grillo, Pescia, Fanny Navarro y Benavídez y me parecía invencible. Por las tardes, mientras preparaba el barco, veía pasar a la rubia mujer del bicicletero y el mundo de Tarzán, Kit Carson y el Corsario Negro volvía a su orden natural e inmutable.
No sé por qué cuento esto. Me vienen a la memoria un arco y una flecha. Una espada de madera, un autito de carrera y el camión que tanto desprecié. También me acuerdo de la imponente llegada de un camión amarillo. Por fortuna mi padre no estaba en casa. Tocaron el timbre y salió mi madre:
—Presidencia de la Nación —dijo un tipo de uniforme. Y bajaron una inmensa caja en la que decía "Perón cumple, Evita dignifica".
Mi madre intuía, azorada, la traición del hijo. "Ya vas a ver cuando llegue tu padre", gruñía mientras yo contaba las diez camisetas blancas con vivos rojos y una amarilla para el arquero. También había una pelota con cierre de tiento y una carta del General. "Que lo disfrutes", decía. Y también: "Pónganle el nombre de Evita al cuadro".
Mi padre quería tirar la carta al fuego. Iba a pasar algún tiempo antes de que Perón cayera y muchos años más hasta que pudiera darse el gran gusto de su vida. Yo ya era grande, vivía en la Avenida de Mayo y él se había venido a Buenos Aires a buscar otro trabajo. Cuando pasó a buscarme traía la Leica envuelta en sedas y con un manual en tres idiomas. Fuimos a un bar y rebosante de orgullo me mostró su juguete. De verdad era precioso. Lentes suizos, disparador automático, qué sé yo. Le pregunté si era muy cara y me contestó con un gesto de desdén. "Vos págame los cigarrillos", dijo.
A los dos o tres meses fui a visitarlo a una ruinosa pensión de Morón y lo encontré nervioso y esquivo. "¿Dónde está la Leica?", le pregunté como al descuido y enseguida me di cuenta de que íbamos a pasar un rato en silencio. Le di un paquete de cigarrillos y cuando se puso uno entre los labios, murmuró: "Se la llevaron ayer, los degenerados... No alcancé a pagar la cuota, ¿sabés?".
Nos dimos un abrazo y nos pusimos a llorar. Mi padre por la Leica y yo por el camión aquel.


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