Romeo y Julieta, estudio preliminar


Los más grandes poetas, declara George Steiner, son aquellos que consiguen crear mitos. ¿Qué elogio sería digno, entonces, de William Shakespeare? Ya desde mucho antes de su muerte temprana el pueblo inglés, aun sin haber asistido a ninguna de sus piezas, sabía qué era ser un “Shylock” o un “Otelo”, o a qué se refería quien hablase de “una historia de Montes­cos y Capuletos” o “una arbitrariedad como la del Rey Lear”. Pero con el correr de las décadas, y tras la publicación más amplia de sus piezas teatrales, el propio Shakespeare se convirtió en un mito, la repre­sentación del punto más alto de creatividad y com­prensión a que puede llegar un ser humano, el médium que al fin ha conseguido escuchar la voz de las cosas, la que dejamos de oír cuando nos expulsa­ron del edén, y traducirla para nosotros en una len­gua también casi divina.
Sólo el genio podría explicar el genio. Pero los esca­sos datos de que se compone la biografía de William Shakespeare sirven, en cambio, para pintar una épo­ca que favoreció el desarrollo del suyo, como ningu­na otra quizás hubiera podido hacerlo. Según consta en actas de bautismo, Shakespeare nació en la pri­mavera de 1564 en la remota villa rural de Stratford- on-Avon. En ese ambiente, parroquial y férreamente tradicionalista, su padre destacaba por ser un católi­co, y sobre todo, por encarar los negocios como una forma de aventura en la que, incesantemente, pros­peraba. Algo de este espíritu se percibe como el prin­cipal rasgo de carácter del William adolescente, en su aplicación voraz a los estudios a que podían iniciarlo los mediocres maestros del pueblo (sobre todo el de las lenguas antiguas, que le descubren la alta poesía y los misterios de la traducción); en su temprano deseo de forjarse un destino completamente distinto al de sus paisanos; y luego, sin que mediara al parecer razón forzosa, en su traslado a Londres, hacia 1592, y cuando ya contaba con mujer y dos hijos. Según los testimonios, poetas y dramaturgos consagrados se burlaban de él “por ignorante y provinciano”; hoy parece evidente que sólo un forastero, urgido por una necesidad de aprender antigua como sus días y acaso como varias generaciones de su gente, pudo haber captado tantas maravillas como las que él cap­tó de la capital inglesa; y sobre todo, aquellas otras que, día a día, barcos de exploradores, barcos de conquistadores, barcos de piratas, dejaban en sus muelles a los pies de la Reina Isabel.
Entre todos estos “prodigios modernos” de Lon­dres, acaso nada maravilló más a Shakespeare que el mismo teatro, que, como espectáculo estable -es decir, ofrecido regularmente por compañías consoli­dadas, bajo el patrocinio de uno u otro gran señor, y en edificios creados ex profeso- era casi tan joven como el propio Shakespeare. Que él muy pronto con­siguiera trabajo como actor y empezara a esbozar sus primeras piezas no debe hacernos olvidar que en for­ma paralela, y con idéntica seriedad, encaró una labor de poeta ejercida hasta el fin de sus días: Venus y Adonis, un poema que alcanzó gran notoriedad, se publicó en 1593, casi al mismo tiempo que Enrique VI, su primera obra, subía a escena. Pero lo cierto es que los teatros parecen haber sido su verdadera escuela, y sus compañeros de las dos compañías que integró, la del Lord Chambelán y la de los Hombres del Rey, sus mejores maestros. De allí y de ellos, Sha­kespeare tomó la idea de un teatro que ante todo era poesía puesta en escena, música verbal interpretada por esos complejísimos instrumentos: los actores. Un teatro sin escenografía, en donde el espacio físico se construya con una poesía tan poderosa como para decir “luz” y que la luz se hiciera. Un teatro como un laboratorio en donde se fundían, no siempre armóni­camente, las más variadas tradiciones teatrales -lite­rarias, gestuales, musicales, etcétera- recogidas por las antiguas compañías ambulantes de los cuatro extremos de Inglaterra. Un teatro que no pretendía ser un reflejo del mundo de los espectadores, sino un bellísimo artificio que lograba convencer, no por el simple uso de elementos reconocibles sino porque desplegaban metáforas que, conmoviendo, revelaban “correspondencias” con la verdad más profunda de cada espectador. En este teatro, en estas compañías, donde “las grandes aventuras fueron siempre interio­res”, escribió más de treinta obras entre las que, por cuestiones de brevedad, sólo citaremos las grandes
tragedias, Romeo y Julieta (1594), Hamlet (1603) Otelo (1604) Macbeth (1605) y El rey Lear (1605).
En 1609, cuando ya se ha convertido en un hom­bre rico que pasa largas temporadas en su finca de Stratford, da a conocer sus Sonetos, una de las cum­bres de la poesía universal, y poco después, La tempestad, una “comedia” que es su testamento y para muchos, su opera magna. En cuanto a él, no sabemos si, como el resto de sus contemporáneos, considera­ba la lírica un arte superior; lo cierto es que sus obras teatrales sólo fueron recopiladas en ediciones póstumas, pues hasta entonces apenas circulaban varias de ellas en volúmenes individuales, de los que a algunos se los juzga ediciones pirata y a otros se les reconoció valor tardíamente.
En cierta medida, aun el menosprecio con que por entonces se miraba el teatro, y aun su precariedad, fueron para Shakespeare un verdadero beneficio. A la ausencia de reglas rígidas como las que condicionarí­an, en épocas posteriores, ciertos géneros teatrales “consagrados”, debemos las tres características más obvias de su dramaturgia: la desmesura, la libertad para experimentar con materiales provenientes de los ámbitos culturales más opuestos, y, en fin, la origina­lidad con que consigue amalgamarlos en obras, por lo demás, siempre distintas. Los manuales suelen desta­car que, antes de Romeo y Julieta, el amor era tema de comedia o de “géneros bajos”; hacer del amor tema de tragedia, y de tragedia con un fuerte cariz político,
es un gesto típico de Shakespeare, para quien no exis­tían barreras fijas entre artes, ni otra jerarquía que la que establece la potencia comunicativa de signo. En efecto, su identificación con la “alta cultura” suele hacer olvidar el fuertísimo arraigo de Shakespeare en la cultura oral y en los “géneros marginales”. Como los trágicos griegos, Shakespeare nunca trabajaba con historias enteramente inventadas por él: de ahí que cada edición de sus obras venga precedida, tradi­cionalmente, por una larga enumeración de “fuen­tes” literarias. Pero mientras que Esquilo, por ejem­plo, recreaba un mito de carácter sagrado, y Racine, a su vez, recrearía mitos ya elaborados por los trágicos griegos, Shakespeare toma como punto de partida fuentes nada “canónicas”, apenas prestigiosas: algu­na comedia del latino Plauto, sí, alguna crónica histó­rica de la vieja Inglaterra, notoriamente las de Holinshed; pero sobre todo, cuentos populares como los que todavía se contaban usualmente en el campo y, siglos más tarde, recopilarían Charles Perrault, los Herma­nos Grimm o, ya en nuestro siglo, Italo Calvino. Es el caso de Romeo y Julieta: su fuente más lejana es II novellino, compilación de cuentos tradicionales de Massuccio de Salerno (1476), de donde luego tomó el argumento Luigi da Porto (1524), de quien a su vez la recogió Luigi Grotto (1578) y así una serie de recopi­ladores o recreadores ignotos que sin embargo consi­guieron volverla, para la época, en que Shakespeare decidió llevarla a escena, “una leyenda inmensamen­te popular”.

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