Un viejo que se pone de pie, por Eduardo Sacheri

Algunas historias son fáciles de contar. Otras no. Como si fuesen demasiado complejas, huidizas, inabarcables. La que en estas páginas me empeño en narrar pertenece a estas últimas.
Como casi todas las historias nace a partir de una única imagen, cargada de sentido. Esa imagen primera, esa que me subyuga al punto de querer contarla es ésta: en una tribuna baja, una tribuna de tablones de madera, en la que, salteados aquí y allá, hay unos cuantos espectadores, un hombre mayor, un viejo, se pone de pie.

Claro: escrito así no dice casi nada. No explica quién es el viejo, ni qué es lo que lo conduce a incorporarse del tablón en el que está sentado, ni por qué es importante que lo haga, eso de levantarse con los ojos absortos clavados en la cancha, con los ojos absortos y húmedos.
La historia debe explicar todo eso, o de lo contrario conduce a un callejón sin salida en el que no dice nada. Y no hay peor destino para una historia. El problema radica precisamente en el modo de juntar esa imagen, la del viejo alzándose desde la grada, con las otras imágenes que deben encadenarse con ella para formar una trama y que haya cuento. Ni más ni menos.
El primer obstáculo con el que me topo es decidir quién contará la historia, o sea, la dichosa cuestión de la voz del narrador. ¿Quién relatará los sucesos que conducen al viejo y a esa acción final del viejo? Podría contarlos el propio anciano, porque hay asuntos, algunos muy importantes, de los que le dan sentido a esta historia, que sólo él conoce. Pero el desenlace de la historia tiene que ver con el asombro, con la sorpresa infinita del viejo, y entonces ese hombre no puede narrar su propio asombro. Porque al asombro no le quedan bien las palabras. Casi me atrevería a decir que es al contrario. El asombro aparece cuando se retiran las palabras. Como la marea, o como el reflujo de una ola, que al bajar deja la arena lisa sin otra cosa que ella misma, sin nada más que la arena lisa. Claro que en algún momento, más tarde o más temprano, las palabras vuelven. Y cuando eso sucede el asombro ha terminado. Cuando somos capaces de encontrar explicaciones, o por lo menos de buscarlas echando mano a las palabras, ya no estamos asombrados. Podemos estar conmovidos, felices o dañados, pero ya no asombrados.
Por eso el viejo que se pone de pie en la tribuna —agreguemos que lo hace bajo un cielo gris, un cielo de siesta de sábado de mayo —, aunque sabe —y porque sabe puede ponerle palabras a buena parte de la historia—, no puede hacerse cargo del final, porque ese final lo deja sin palabras.
Ninguno de los otros personajes sabe tanto de esta historia como el viejo, y si hay cosas que hasta el mismo viejo ignora, no me queda más que acudir a un narrador omnisciente. Que como van las cosas vengo a ser yo mismo, metido a tal. Y en general no me agradan gran cosa los narradores omniscientes, sobre todo en las historias cuyo desenlace guarda al menos una módica dosis de sorpresa. No me cae bien alguien que al mismo tiempo me cuenta y me esconde, me dice y me engatusa, hasta que a último momento se sincera. Un desencanto parecido al de los trucos de magia: un navegar fallido entre las dos aguas de la verdad y de la inocencia.
Otra cuestión espinosa es la del manejo de los tiempos. También con eso me encuentro en un apuro. Se supone que un cuento transcurre en un lapso no demasiado prolongado. No es bueno que la trama abarque un período demasiado extenso, o que abuse de los saltos temporales. Pero esta historia requiere esos recursos del ir y del venir y del detenerse en varias estaciones intermedias. No es que la trama carezca de un tiempo presente. Tiene un presente: efímero, pero lo tiene. Es el del anciano, en el exacto momento en que se pone de pie. Pero son varios los pasados que le dan origen y sentido a ese breve presente. Si esos pasados no están, no tengo idea de cómo suplirlos. Y si no puedo acudir a ellos, esto que estoy escribiendo es cada vez menos un cuento y es cada vez más otra cosa que en el fondo no sé lo que es.
Con los personajes el aprieto no es tan grave, y si los cánones del cuento clásico establecen que los personajes deben ser pocos esta historia acepta bien esa limitación. Los personajes principales son dos: el viejo en la tribuna y un muchacho que juega al fútbol, al otro lado del alambrado. Hay varios ausentes. Varios que han sido pero que ya no son. Unos cuantos fantasmas que sueldan esos pasados dispersos, lejanos y cercanos y necesarios a la trama, con el presente del sábado a la tarde en el momento en que el viejo se pone de pie.
Del viejo pueden decirse unas cuantas cosas. Unas cuantas más de las que pueden decirse del muchacho. Por algo el viejo es el núcleo sobre el que debería descansar el relato, si se me desanudan las manos y las ideas y consigo a fin de cuantas escribirlo. Él, el viejo, es el paño sobre el que se cruzan los hilos cosidos por diferentes destinos.
Empecemos diciendo que el viejo ese que escruta la cancha con el ceño fruncido —porque aunque está nublado se trata de un nublado claro y desvaído, de frío más que de lluvia, un nublado con reflejo de sol que le fatiga la vista—, carga sobre sus hombros una historia dolorosa. Iba a agregar, después del calificativo «dolorosa» y de una coma, «como todos los hombres, o por lo menos como todos los viejos». Pero ahora no estoy del todo seguro de esa sentencia. ¿Por qué iba a escribirla? ¿Por qué me arrepentí? Supongo que me resulta torpemente tranquilizador suponer que el dolor es algo que se reparte con criterio más o menos igualitario, y que cada ser humano se lleva una dosis más o menos equivalente. Que unos sufren primero y que otros sufren después, pero que a fin de cuentas a todos nos corresponde sufrir más o menos lo mismo. Aunque sea una idea torpe, supongo que la prefiero porque su contraria es inquietante: pensar que estamos destinados a sufrir mucho más que nuestros semejantes, que puede tocarnos precisamente a nosotros la peor parte en una distribución azarosa y desigual de tragedias, es un principio angustiante. Suponer que existen personas particularmente señaladas por el dolor suena a injusto, a abusivo, a caprichoso. Y debe ser así, salvo que alguien nos venga con la novedad de que el mundo es un sitio justo, equilibrado y ecuánime.
De todos modos mi divagación no hace al caso. Baste asentar aquí que este viejo, el de la historia, el que está sentado en el vigésimo tablón de una grada que en total tiene menos de treinta, el que todavía ignora que terminará por ponerse súbitamente de pie, ha sufrido mucho; y «mucho» significa aquí que le ha tocado atravesar la pena sin nombre de perder a un hijo. Muchos hombres viven y mueren sin que les ocurra eso. Este viejo, no. Este viejo ha sido atravesado por ese dolor horrendo y particular. También por otros, pero fundamentalmente por ése.
Eso no significa que el anciano viva recordando su dolor: ése o los otros. Tiene recuerdos tenebrosos, pero no son los únicos que tiene. También tiene numerosos recuerdos bellos y plácidos. Y a veces evoca esos recuerdos y no los otros. Y a veces no recuerda ninguno, porque su mente está ocupada con cosas sencillas y triviales, de esas que pueblan las compañías y las soledades.
Es muy posible que este sábado en que lo tenemos al viejo sentado en la tribuna pertenezca a esa categoría de días simples y corrientes. Y en la sencillez hay sitio para placeres igual de sencillos. Ese partido, por ejemplo, que el viejo disfruta desde la grada. Un partido entre muchachos que todavía no tienen edad de profesionales. No sólo les falta edad de tales, puede pensar el viejo, mientras mira. El viejo sabe de fútbol, y sabe detectar el talento, las condiciones, la predisposición. Y también sabe advertir su ausencia. Por eso para el viejo es evidente que muchos de esos chicos que juegan un preliminar, mientras la gente llega de a poco y sin apuro para ver un partido de la Liga Regional, no se convertirán jamás en profesionales. Terminarán trabajando en las chacras o en el pueblo, pero no podrán vivir del fútbol. Los mejores se darán el gusto de jugar en la propia Liga, y cumplirán el sueño de jugar por algo, y hacerlo en una cancha con tribunas y una hinchada, escuálida pero animosa, y eso será todo.
Muy excepcionalmente alguno escapará a esa medianía y logrará convertirse en jugador profesional. No lo conseguirá allí, claro. No en ese pueblo. Para lograrlo deberá irse a alguna ciudad con las espaldas suficientes como para aguantar un equipo en el Nacional, o en el Torneo Argentino con aspiraciones de ascender. Estará ausente unos años. La gente del pueblo, mientras dure su ausencia, buscará su nombre en la página del suplemento de deportes del diario del domingo. Y en algún momento volverá a casa, y terminará trabajando en las chacras o en el pueblo.
Difícilmente trabaje en el regimiento. Porque aunque, lindero con el pueblo, se encuentra el regimiento del ejército, es difícil que los dos —el pueblo y el regimiento— se mezclen demasiado. Es verdad que los del regimiento están, en cierto modo, dentro del pueblo. Pero al mismo tiempo, no. En algún sentido están adentro, pero en otro están afuera. Por empezar porque a los militares que lo habitan los trasladan cada tanto, y nunca dejan de ser un poco forasteros. Pero no es sólo una cuestión de rotación de personal. Ni es sólo el alambrado que rodea el perímetro del cuartel. Ni las garitas. Es algo que flota en el aire cuando están y cuando no. Cuando están presentes, se los saluda con cortesía, aun con amabilidad. Pero cuando no están la cosa es diferente. Como si el aire se moviese más. Por algo en el pueblo se refieren a ellos como «los milicos». Nunca delante de ellos. Pero cuando no están, cuando acaban de irse de los lugares, sí.
El viejo, desde donde está sentado, podría ver, si quisiera, el regimiento. Está un poco lejos, porque la cancha queda al oeste de la rotonda y del camino de acceso, y el cuartel está del otro lado de esa línea recta y gris del asfalto que viene de la ruta. Pero en las dimensiones de ese pueblo, «lejos» no lo es tanto. Por eso el viejo, si alzara la cabeza y aguzase la vista, vería las líneas grises y horizontales de los techos de las barracas, las manchas claras y regulares de las casas de los suboficiales, el verde del campo de tiro, la torre de agua. Podría ver todo eso pero no lo hace. No le agrada mirar para ese lado. Si hubiese una tribuna que le diese la espalda a ese horizonte, probablemente el viejo la utilizaría. De todos modos no hay, y la que existe le da las espaldas al oeste para que a los espectadores no los moleste el sol de la tarde. El viejo podría quedarse junto al alambrado, a la altura del césped, pero no lo hace. Antes sí. Pero de eso hace muchos años. Ahora el viejo mira siempre desde la tribuna, y lo cierto es que desde allí arriba el partido se ve mejor. Por eso está ahí arriba, mezclado con otros veinte o treinta espectadores. Los demás son familiares de los jugadores. Por eso la tribuna está casi vacía. A la hora del partido principal la cosa será distinta. Este año el pueblo ha formado un equipo bastante bueno para el torneo Regional, y anda derecho, y por eso el público acompaña.
Entre las piernas el viejo tiene una botellita de agua y un envoltorio de papel con un sándwich de salame. Tiene pensado almorzar en el entretiempo de ese partido preliminar. Siempre lleva lo mismo. Le encanta el sabor del pan con el salame. Y el agua es para bajarlo. Aparte el médico le dijo hace poco que tiene que tomar más líquido y el viejo es un paciente dócil y le hace caso.
Una vez, cuando vivía en Santa Fe, un policía quiso sacarle la botella de agua en el acceso a la cancha de Colón. El viejo, que entonces era un poco menos viejo, se lo había quedado mirando sin comprender, y el otro le dijo algo de prohibir los proyectiles en la cancha. Pero por suerte había intervenido otro policía, que lo conocía y que le dijo al primero que lo dejara pasar, que con ese señor no pasaba nada. Eran los años en que, por vivir lejos del pueblo, había tenido que prescindir de esa cancha y esos partidos. Se las había rebuscado con Colón y con Unión, pero no era lo mismo. Al viejo le gustaba esa cancha. Esos partidos. Ese salame. Aunque últimamente las urgencias de orinar lo asaltaran de repente y lo obligasen a bajar de la tribuna dos o tres veces en un rato. Maldita próstata. Menos mal que la tribuna era tan chica, porque podía ir y volver enseguida. En la cancha de Unión, o en la de Colón, hubiera sido un problema.
También por eso, estar de vuelta en el pueblo es una suerte. Porque para el viejo esos diez años en Santa Fe han sido vivir en un exilio. Su mujer había insistido en irse, después de lo de Lito, y el viejo había aceptado. En realidad había dicho «quiero irme para siempre de este pueblo de mierda». Y el viejo había respondido que sí.
Por eso fueron a Santa Fe y vivieron diez años allá. Pero cuando murió su mujer, el viejo decidió pegar la vuelta. No para contradecirla, sino para hacerle caso a su propia nostalgia. Además, no compartía el criterio de ella. Él no le echaba la culpa al pueblo por lo de Lito. «Lo de Lito y Graciela», solía aclarar para sus adentros. Su mujer nunca la nombraba. El viejo sí. Para adentro, pero la nombraba. Su mujer no. Jamás pronunciaba su nombre. También a ella, a Graciela, le echaba la culpa de lo de Lito. Al pueblo y a Graciela. El viejo no. De lo contrario, no habría vuelto.
El viejo había dudado, cuando murió su esposa, acerca de dónde enterrarla. Se decidió por Santa Fe, aunque él hubiera preferido el cementerio del pueblo. No lo hizo porque temió que para ella significase una especie de traición. Lamentó no haberlo hablado a tiempo, aunque también pensó que es muy difícil hablar de ciertas cosas. Y en verdad con su mujer era difícil hablar de todas las cosas.
Como de Lito y de Graciela. O del pueblo. Ella había preferido callar y odiar en silencio. Y desde lejos. Por eso Santa Fe.
Si al final se decidió por enterrarla en Santa Fe fue por eso que ella había dicho de no querer volver a pisar el pueblo nunca jamás, y el viejo pensó que tenía que respetárselo. Pero cuando pasaron unas semanas de su muerte el viejo decidió que ahora él podía elegir dónde vivir sin faltarle a nadie, y armó su valija y pegó la vuelta.
Había encontrado todo igual. Diez años y los mismos negocios sobre la calle principal. Los mismos juegos en la plaza. Faltaba su mujer, por supuesto. Y Lito. Los primeros días había tenido la sensación fea de que los demás cuchicheaban apenas él se alejaba dos pasos. Después se le pasó. A lo mejor no había sido cierto, eso de que murmuraran. O a lo mejor sí, y lo que había ocurrido era que una vez que todos se habían puesto recíprocamente al tanto de la historia del viejo se habían calmado y listo. A veces termina siendo bueno que la gente se aburra.
El viejo se había acomodado rápido en ese retorno al pago, y sus pocas rutinas simples lo habían ayudado. Unas compras diarias. El viaje quincenal a Santa Fe para visitar la tumba y emprolijarle los floreros y las flores. Al viejo le gusta hacer el viaje. Le pone algo distinto a la semana. Y le lleva todo el día. Y no lo entristece visitar el cementerio. Extraña mucho a su mujer, pero no es que la extrañe más de pie frente a la tumba que sentado en la galería de su casa, a la hora del mate. Como con Lito, que lo extraña en cualquier momento y en cualquier lado. De todos modos no puede comparar porque con Lito no tiene una tumba para ir a visitar, ni en el pueblo ni en otra parte. De Graciela tampoco hay tumba. Si hubiera, la visitaría. El viejo siente que le quedó trunca la curiosidad de conocerla. Ahora ya no puede. A Lito se le notaba cuánto la quería.
Ya llevo varias páginas escritas y temo haberme ido por las ramas. O no. Tal vez lo que ocurre simplemente es que mi temor inicial estaba plenamente justificado y lo que sucede es que esta historia no se deja contar y punto. Porque es todo tan intrincado, y tan antiguo, que he tenido que hablar del viejo, y de sus afectos idos, y del pueblo, y hasta del regimiento, y todavía tengo al viejo sentado en la tribuna, mirando ese partido de muchachitos, y nada de lo dicho parece acercarme lo suficiente al momento en el que el viejo, de una vez por todas, se pone de pie.
Y para peor no he dicho nada del muchacho. El muchacho, que es uno de los veintidós que juegan. Uno de los veintidós a los que el viejo mira desde la grada. Ya que entra en esta historia como jugador, tal vez corresponda describirlo primero como tal.
Juega de cinco. Tal vez le faltan unos centímetros de estatura y unos cuantos kilos de peso para dar la talla del cinco clásico, ese capaz de salir a mandar, a barrer y ordenar el medio. También es cierto que hay cincos y cincos, que existen los cincos de marca y los cincos de creación. Pero este chico es difícil de encasillar. Porque es hábil y ligero y uno podría entonces pensar que es un cinco creativo. Pero aparte mete y mete y entonces uno puede definirlo como un cinco de marca. Por eso el viejo le dedica más atención que a los otros. El viejo ha visto suficiente fútbol como para advertir que en general los tipos que saben, saben; y los que meten, meten. Pero este pibe parece pertenecer a ese género extraño de los que por un lado saben pero por otro meten. Esos jugadores distintos que aprovechan lo mucho que tienen y que suplen con huevos lo poco que les falta.
A los tres minutos de juego el muchachito ya le ha llamado la atención. En la primera o segunda pelota que tocó, en lugar de dar el pase cortito y hacia atrás, como hacen todos, encaró al cinco rival y lo gambeteó hacia adelante. Y en la siguiente, cuando tuvo que cortar un ataque de los contrarios, el pibe no dudó en poner la patita y trabar fuerte la bola, a sabiendas de que el delantero rival venía jugado e iba a llevárselo puesto. El viejo lo anticipó y lo vio, y también vio que cuando el árbitro pitó para él, se levantó, se sacudió la tierra del trasero y tocó rapidito para habilitar al diez. No se quejó, ni pidió tarjeta amarilla para el rival.
Y el viejo se lo agradeció.
Por eso el viejo lo mira. Porque ha detectado que es distinto. O tal vez empezó a mirarlo por eso, aunque ahora lo mire por otra cosa. Y por eso entrecierra los ojos. No sólo porque le molesta el reflejo del sol entre el nublado, sino porque tiene la curiosidad de conocerle mejor los rasgos. No lo ha visto antes. De eso está seguro. Por eso acaba de preguntarle a un vecino, que está sentado dos o tres escalones más abajo, quién es ese pibe que juega de cinco en el equipo de los rojos. El otro le ha contestado, después de consultarlo a su vez con otro, que es un pibe nuevo, cree, hijo de un milico del cuartel, le parece.
Ahí está lo que decíamos antes. Como el viejo es oriundo del pueblo y sus interlocutores también, le han dicho que es hijo de uno de los milicos. Nada de «suboficiales», o «personal del regimiento». Eso es todo y es suficiente. No le dan otros datos porque no los tienen. Comentan, eso sí, que tiene pinta de crack, y que no es común ver un jugador así, con esa edad, por esos pagos. Y tienen razón, piensa el viejo.
Pero hemos vuelto a salirnos del eje del asunto. ¿De dónde ha salido esta conversación del viejo con sus vecinos de tribuna? De la descripción del muchacho. De la semblanza del jugador que es el muchacho. Habrá que describirlo también físicamente, o decir algo de su historia. Algo que justifique definitivamente su inclusión en el relato.
Ya dijimos que es más bien menudo. También es ñato, y tiene los ojos muy negros y el pelo largo y enrulado. Eso es raro en los pibes del cuartel, pero a veces pasa, aunque casi nunca. En su casa se lo dicen, lo del pelo. Sobre todo ahora que viven de vuelta en las casitas de los suboficiales, esas que se ven, si uno mira, desde lo alto de la tribuna, hacia el este. «De vuelta» porque el muchacho es nacido ahí, aunque ha vivido lejos hasta hace un par de meses. Cosas de los destinos militares. Tres años en Corrientes, seis en Campo de Mayo, tres en La Pampa, tres más de nuevo en Buenos Aires.
Al pibe le han dicho que ese es su pueblo. Que es nacido ahí, en el regimiento, y eso es verdad. Pero al pibe no le gusta demasiado vivir ahí. Tal vez porque cada dos por tres lo molestan con eso de que se corte el pelo, y le dicen que queda mal. Tampoco es que lo tenga tan largo, piensa el muchacho. Pero igual lo tienen frito, en su casa, con eso. Que para entrar a la Fuerza va a tener que cortárselo sí o sí, le dicen, así que mejor que se acostumbre. Pero él se pone furioso, porque no quiere saber nada con ninguna de las dos cosas: ni con cortarse el pelo ni con entrar a la Fuerza. El pibe quiere nada más que jugar al fútbol. Jugar en serio. No se trata de que piense «quiero ser un jugador profesional y ganar mucho dinero». Es difícil que un chico de quince años piense las cosas así, con tantas palabras, con semejante profundidad de conceptos. Suponiendo que ser profesional y ganar mucho dinero sean conceptos profundos. No. El pibe simplemente sabe que los jugadores profesionales se pasan todos los días jugando a la pelota y él quiere eso para su propia vida, porque es lo que mejor hace y es lo que más le gusta.
Y además quiere dejar de andar de un lado para otro. Está bastante podrido con eso de cambiar de escuela y de barrio cada dos por tres. Y cambiar de amigos, más que nada.
Él no lo sabe. Nunca nadie sabe todas las cosas. Pero ese carácter itinerante de su crianza le ha venido estupendamente para perfeccionar su juego. Dentro de un tiempo alguien va a explicarle por qué. Va a señalarle que cuando se juega siempre con los mismos compañeros uno termina achanchándose, acostumbrándose, haciendo siempre lo mismo, resolviendo las jugadas siempre del mismo modo. Le explicará que cada quien juega lo que necesita, gambetea hasta donde le hace falta y listo. No aprende más. Y que en cambio, cuando uno juega con tipos nuevos, tiene sí o sí que esmerarse. Primero porque de entrada los demás piensan que sobra, que está de más. Y si uno quiere que le hagan un lugar tiene que ganárselo, que merecérselo. Y segundo porque de entrada a uno van a mirarlo torcido. No porque esos desconocidos sean mala gente. Pero lo van a mirar así y listo. Y tercero porque a uno no van a perdonarle nada. No le van a jugar livianito ni para que se luzca sino todo lo contrario. Le van a ir con todo, y tendrá que poner y poner y jugar y jugar, sin calentarse ni hacerse el dolorido ni el ofendido. Y que moverse, porque si uno se queda quieto no faltará el grandote que le tire todo el camión encima y le aplaste hasta las muelas. No se trata de que sean mala gente. Simplemente no lo conocen. Eso es todo. Después, con el tiempo, sí. Se harán amigos. Pero de entrada no. La macana será que si uno vive cambiando de pueblo carga siempre con el chiste ese de ser el nuevo.
Esa tarde, todavía, el pibe no sabe nada de esto. Lo ha vivido, pero no lo sabe. No es lo mismo vivir las cosas que saberlas. Parecen lo mismo, pero no lo son. Una cosa es que las cosas te sucedan y otra cosa es saber que te están sucediendo.
En todas las vidas hay cosas que no se saben. Que pasan sin que se sepan. Y algunas no se saben hasta que uno se da cuenta. Porque uno se da cuenta o porque se las dicen. O a veces sucede que cuando a uno se las dicen uno se da cuenta de que las sabía, o casi. Como eso de lo bueno que es haber cambiado de pueblo y de amigos para convertirse en un buen número cinco. El pibe no lo sabe, pero va a entenderlo cuando se lo digan. Y el que va a decírselo es el viejo. Ese viejo que está sentado en el vigésimo tablón, y que entrecierra los ojos porque le molesta el reflejo del sol entre las nubes. Ese viejo al que todavía no conoce, y que no lo conoce a él. Pero por poco, por un margen muy estrecho, por un tabique delgado que los separa de saberse y conocerse.
Y volvemos a recaer en el viejo. El viejo que mira el partido y que ha detectado al muchacho casi de entrada, cuando gambeteó con osadía y cuando apostó el físico para quitar un balón complicado. El viejo piensa que tiene talento. Ese chiquito, el cinco, el de rulos, el que viene del cuartel. Y como dándole la razón, el pibe de camiseta roja baja con delicadeza una pelota que le han jugado demasiado larga y arma una bonita pared con el volante por derecha.
Si el viejo fuese dado a la soberbia podría ufanarse de esa facilidad que tiene para entender el fútbol. Eso de advertir, de un vistazo nomás, que el de rulitos sabe. Pero el viejo es de esa gente que sabe sin necesidad de mostrar que sabe, o aun sin saber demasiado todo lo que sabe. Y eso no significa que el viejo sepa todo. De hecho, ignora cosas importantes. Tampoco para él vivir es lo mismo que saber.
Hago otra pausa para releer lo escrito y de nuevo me asalta la sospecha de que no hay modo de contar esta historia entera, cerrada y concluida. Porque todo lo dicho hasta aquí, pese a lo confuso y lo diverso, debería estar incluido en el cuento. Y sospecho que hay otro montón de cosas que se me escapan.
¿Cómo sería el final, por ejemplo? ¿Qué palabras usar para ese final? Hablé al principio del asombro del viejo. Un asombro nacido y crecido más allá de las palabras. Un asombro que le impide hablar. Un asombro que sólo le permite ponerse abruptamente de pie sobre la grada. ¿Cómo llegar a ese instante? Es cierto, si quiero ser optimista, que algunas cosas llevamos dichas. Tenemos al viejo en la tribuna, sentado. Tenemos al muchacho en la cancha, tal vez con la pelota en los pies. Desconocidos. Recíprocamente ajenos, los tenemos. Lo que poseen en común, si algo poseen, es que ignoran cosas. Bah, todos los mortales ignoran cosas, pero estos dos ignoran cosas importantes. Pero las ignoran por poco. No es que estén a años luz de la verdad. Ya dijimos que están separados por muros delgados de esa verdad.
Y el muchacho tiene la pelota en los pies. El viejo lo mira y entiende que va a hacer algo distinto. No va a revolearla sin ton ni son. No. El pibe no es de esos. El viejo está seguro y tiene razón. Cuando el rival más próximo se le viene encima, el pibe apoya la suela derecha sobre el balón y lo adelanta hacia el tipo que corre hacia él, tomando la precaución de no sacar el pie de la pelota. Y en el instante en que el otro adelante el pie para quitársela, el pibe de rulos retrocede la pierna y con ella la pelota. «Ole», se escucha, desde algún punto cercano al alambrado. El marcador desairado gira la cabeza y endereza el cuerpo, buscando al insolente. Lo encuentra sin dificultad, porque el flaquito no se ha movido. El único cambio es que ahora la pelota descansa bajo el otro pie. El marcador no quiere dejarlo pensar. Calcula que no se atreverá a repetir la maniobra y por eso se le va encima con todo lo que tiene y los pies para adelante. El pibe, que lo sabe antes de que suceda, le ha deslizado el balón por entre las piernas, y con un saltito se libra de la embestida furiosa. «Ole», vuelve a escucharse. Se oyen un par de risas en la tribuna. Unos aplausos sueltos. Ahora parece que el pibe va a meter el cambio de frente, porque mira hacia la posición del win izquierdo y señala el ángulo de la cancha, como indicándole que corra hacia allí, que se la tira con un derechazo de tres dedos.
Pero no es lo que va a ocurrir y el único que lo sabe, además del pibe de rulos, es el viejo. Lo sabe o empieza a saberlo. Entre los que no, entre lo que ignoran que va a suceder otra cosa, está el enfurecido marcador del pibe de rulos, que acaba de juramentarse para sus adentros que ese flaquito de rulos no va a salirse con la suya, y por eso lo embiste desde atrás con toda la rabia de que dispone y que es mucha.
Este es el momento en que los músculos del viejo acaban de tensarse. Todos los músculos del viejo. Y aunque sigue sentado, ya no entrecierra los ojos. Los tiene muy abiertos porque necesita ver lo que sigue. El viejo necesita determinar si lo que acaba de ver es una casualidad o no. Depende.
Si el chico, ahora, satisfecho con el doble lujo que acaba de dibujar, se la pasa nomás al once que pica por la punta, si se la tira nomás como su propio brazo extendido parece indicar que está a punto de hacer, listo, se acabó. No era nada. Simplemente el viejo acaba de presenciar una casualidad impresionante.
Pero también puede pasar otra cosa. Puede ocurrir que el pibe no meta el cambio de frente con un zapatazo de tres dedos. Puede que se quede ahí, de espaldas a su rival, con sonrisa de torero, esperando que el otro se componga y se le venga al humo y entonces le tire un caño de espaldas y con pisada, y un breve giro del cuerpo para recoger el balón del otro lado y ahora sí, tirar el pelotazo.
Pero si hace eso último el viejo no podrá permanecer sentado. Porque entonces querrá decir que las cosas no son como el viejo viene suponiendo que eran. Algunas sí, pero otras no. Porque no es la primera vez que el viejo ve esa jugada. Esa misma. La pisada, el caño, el amague del paso largo y otro caño, de espaldas, con pisada. Hace años que la ha visto. Quince, para ser exactos. Pero no desde la tribuna, no desde el vigésimo tablón en el que ahora está, todavía, sentado. Hace quince años la vio desde el alambre, porque Lito le decía que lo mirase desde ahí, desde el lateral, porque le gustaba tenerlo cerca para escucharle los consejos y el viejo le daba el gusto.
Era bueno, Lito. Muy bueno. Lito también era distinto. Cómo lo quería el viejo. No sólo porque fuera capaz de meter ese triplete imposible, aunque también. Y el pibe, el de rulos, sigue esperando. Claro que son sólo unos segundos. Tardo mucho más en contarlo que en que suceda. ¿Cuánto puede tardar un marcador en ponerse de pie y volverse hecho una furia hacia el flaquito que acaba de humillarlo? Pero por otro lado el tiempo es una experiencia subjetiva. Quince años pueden ser una eternidad o un suspiro, según sepamos o no sepamos el grosor del tabique que separa el saber del no saber lo que hemos vivido. Y nuestra identidad y nuestra herencia pueden yacer encriptadas en un peculiar encadenamiento del ácido de nuestras células, pero también y al mismo tiempo manifestarse en el modo único e irrepetible de hilvanar tres gambetas al hilo contra el mismo marcador y en la superficie de medio metro cuadrado de césped.
Supongo que aquí se acaba esta historia. Con el pibe de rulos, nacido en el regimiento, que toca la bola con una pisada hacia atrás, apenitas. Termina con el pibe de ojos renegridos quebrando la cintura para esquivar la locomotora enceguecida del rival que no puede evitar comerse el caño. Termina con el último «Ole» admirado de los veinte o treinta familiares regados por la tribuna. Termina con el viejo que ahora sí, enmudecido en su certeza, se pone de pie.

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