El pintor de Don Quijote, por Manuel Mujica Lainez

Toledo. A toda hora doblan campanas por el fenecer de la Ciudad Imperial; por la ciudad que, falta de la vida y del resplandor de sus glorias antiguas, semeja despojado cadáver de príncipe. Presto va a rezarle la noche, lívida de cirios y de terciopelos negra, el oficio de difuntos.
Bajo la enseña de un estampero de naipes, dos pícaros adulan a un abad de la orden de San Benito. Su escarcela promete escudos famosos.
Unos señores, ahorcados por sus lechuguillas, van discutiendo hazañas de Flandes y de Portugal. Aquí y allá, en los jubones prietos, adviértense remiendos sutiles.
La brisa lleva y trae una cantiga de ciego. Un perro olfatea escorias.

Suenan campanas y campanas. A toda hora, en la ciudad moribunda, suenan campanas y campanas.
Frente al portal de las casas del Marqués de Villena, palacio que fue de Samuel Leví, está un hidalgo. Huero de carnes. Azulina la color y quebrada. Todo ojos y esqueleto. Lee en voz alta las Oraciones Éticas, de san Basilio. Tan absorto se halla, que no mira que, por el callizo, avanza un fantasmón a él semejante.
Es uno de aquellos que apellidaban hidalgos tagarotes: pobres y rancios. Trae también un libraco abierto sobre las palmas. Se titula: Crónica del muy valiente y esforzado príncipe y caballero de la Ardiente Espada, don Amadís de Grecia. Y si es magro el lector de las oraciones, no le va en zaga el de las caballerías. En torno de los pómulos, dibújale el cuello de rígidos pliegues un como remedo de las perdidas almenas ancestrales. La barba le prolonga la faz. Cuando levanta la testa, échase de ver que cada ojo es una llama inmóvil. Llamas de cirios que están ardiendo en las entrañas del flaco señor.
Curioso, el de san Basilio comienza a bocetar un retrato del otro, en el margen estrecho de su libro. Obsérvalo el segundo, en tanto, y traban diálogo ameno.
Sorprende, a fe, que Cide Hamete Benengeli, tan picado del escrúpulo de no omitir cosa que a su paladín ataña, pase este encuentro en silencio. Del gracioso razonamiento que don Quijote y su pintor tuvieron, debió llamarlo.
Nada sabemos, con exactitud, de lo que aconteció aquella noche memorable, en Toledo, ante las casas del nigromántico Marqués de Villena. Barruntamos que el manchego se resistió, con aspereza en él desusada, cuando el artista le propuso fijar sus rasgos en el lienzo. Y si tal hizo, hizo bien. Porque don Quijote desconcierta a las paletas, esquiva las plumas y se burla de los eruditos. Es anterior a Cervantes y posterior a él. Es eterno. Pudo el manco ilustre arroparlo en vocablos y detener un instante su forma inquieta, para ofrecérnoslo en los capítulos maravillosos. Pero el caballero de la Triste Figura asoma su semblante trágico y satírico en cien otras historias, que nada tienen que hacer con la del grande soldado. En lo que brilla el mérito de éste, es en haberle brindado el amparo palaciego de sus cuartillas, las que fueron aposento digno de él. Don Quijote es España, es la pureza de España, y, como tal, está por encima de Cervantes.
Acontece lo propio con los pintores. ¿Quién se arriesgaría a pintar una alma, trazar su contorno, copiar sus colores? Nadie. Nadie ha podido retratar a don Quijote.
Y sin embargo... sin embargo... Lo mismo que el guerrero de Lepanto logró sujetarlo dentro de la malla fuerte de su prosa, un pintor hubo que fijó someramente su fisonomía y su hechura. Es aquel que, frente al portal del casón toledano, leía en el texto griego las Oraciones Éticas del obispo de Cesarea. No le hizo un retrato sólo, de cuerpo entero, porque escapaba a lo humano conseguirlo. Mas en todos sus cuadros queda un reflejo del enamorado de Dulcinea. Esta nariz, estas pupilas, que alumbran los salones del Museo del Prado, suyas fueron. Suya esa mano fina, abierta como una flor sobre el pecho. Suya la frente aquella despejada. Y aquel meditar, suyo también.
El alma está, asimismo, presente y diseminada en las telas numerosas. Simboliza alguno de los modelos la valentía del retador de gigantes, el otro su locura, su piedad y su desencanto postrero, los otros. Y la razón de tal agudeza finca en que, en tiempos de Felipe II, rey de empresas católicas y de altos sueños, del soberano abajo hervían los hombres de contenido quijotismo. Quijotismo: afán desmesurado de cosas inmensas y nobles que, las más de las veces, deshácese en polvo al viento. Al viento de la gloria.
Recorramos la galería de óleos de aquel de quien se dijo: «Creta le dio la vida y los pinceles Toledo...».
Acaso, con la ayuda de Doménico Theotokópuli, llamado el Greco, nos sea dada la ventura de reconstruir la efigie huidiza de don Quijote de la Mancha.

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