El ingenioso hidalgo en Yavi, por Hector Tizón

En la media mañana luminosa y tibia acompaño y guío a un amigo que viene de afuera y que está de paso por aquí, hacia lo que queda de la antigua casa del marqués, junto a la iglesia, en Yavi. Mi amigo es incrédulo pero discreto, hasta que nos acercamos al fanal donde desde no hace mucho está puesto a buen recaudo y lo ve: «El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha - Compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra - Dirigido al duque de Béjar, marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar...», etcétera. Y al verlo, comprobando que no era de mi propia invención, no acaba de salir de su estupor. Este ejemplar, casi sin duda, corresponde a la edición de Juan de la Cuesta para Francisco Robles (I-1605; II-1615, Madrid). ¿Cómo ha venido a parar aquí, en este rincón altoperuano tan recoleto, ignoto y castigado por la intemperie y el olvido?
Esta historia verdadera, jamás contada hasta ahora, que yo sepa, bien podría haber sido dicha también por el letrado y sabio encantador arábigo Cidi Hamete Benengeli, como una forma de narrativa que Aristóteles no incluyó en su Poética.
Antes, como se sabe, este pueblo era de mayores granjerías, pero siempre fue recogido e íntimo; todas sus calles y callejones, como ahora mismo, desembocaban al pie de las serranías que lo rodean de cerca. Pero antes la gente no emigraba, aunque existía, como ya se postulaba en el Critón, el derecho a emigrar. No obstante nadie lo ejercía. La mañana aclaraba bien temprano y desde el comienzo las calles más bien estrechas se llenaban con el tráfico de la gente, que iba a sus campos aledaños o salía por un menester urbano hacia algún pequeño almacén en los que se ofrecía, como hoy, de todo un poco, entre charque y tasajo, velones de cerería y algunas varas de telas, y las mañanas también se llenaban de ruidos que provocaban los carpinteros y toneleros y los que provenían de las herrerías, con sus fraguas abrasadas y sus fuelles de soplar y sus bigornias.
Las casas de este pueblo, asiento del marquesado de Yavi, fueron amplias, de techo bajo y de estancias hondas, casi siempre con sus puertas cerradas y con huertos semiocultos detrás de las bardas de adobe, de las cuales asoman las copas de los sauces, álamos, laureles, durazneros. Ahora hay menos casas que en aquellos años de esplendor del marquesado y muchas de ellas ya están deshabitadas.
En un pueblo semejante a éste, silencioso y viejo, en medio de la paramera, nació y vivió el caballero errante, de ideales no realizados, como lo son todos. Y este paisaje también es seco y duro, como es dura y casi yerma buena parte de la tierra manchega, debajo de un cielo inmaculadamente azul; un buen lugar este, y el otro, para nacer y criarse sabios, anárquicos, parcos, solitarios y fuertes; sedentarios aunque mirando siempre a lo lejos quién sabe qué.
¿Cómo habría venido a parar aquí este libro, objeto de nuestro estupor y de la incredulidad de todos a cuantos hemos narrado este hecho?
El libro está en la vieja biblioteca del pueblo, afortunadamente encerrado en un fanal de vidrio, en lo que fuera la casa del marqués, hace tiempo medianamente restaurada. Pero muy pocos, contando a propios y extraños, lo saben.

El hidalgo de aquí

Don Juan José Fernández Campero, a quien Mitre se refiriera como «este opulento señor feudal», fue el cuarto marqués, después del primero que ostentó este título: don Pablo Fernández de Ovando, a quien el rey le otorgara la encomienda de Casabindo y Cochinoca, dignidad que luego heredara doña Juana Clemencia Fernández de Ovando y, a su muerte sucediera don Juan José Fernández Campero de Herrera, marqués del valle de Tojo, con más tierras, así hasta nuestro hidalgo, quien también ostentó el título de vizconde de San Mateo y fuera en su tiempo conocido popularmente como el Marqués de Yavi.
Este señor se hallaba, cuando abrazó la causa americana, poco más que en la mitad del camino de su vida, según las cuentas de entonces. Se incorporó a lo que pomposamente fuera llamado Ejército del Norte, al mando de Belgrano, con el grado de coronel mayor, y organizó, pertrechó y a su costa mantuvo una mesnada entre sus arrenderos o vasallos que fue conocida como el «Regimiento Peruano», y tenía por misión la vigilancia de las tierras de Humahuaca hacia el Norte.
Este caballero de la Puna, obeso y de indigente estatura para su grosor, fue sorprendido en noviembre de 1816, desprevenidas su tropas, cuando escuchaba misa, y como era tan gordo —que, cuentan, para desplazarse echaba mano de las llamadas mulas pianeras, o sea, aquéllas usadas por entonces para transportar pianos, grandes y pesados armarios y órganos de iglesia—, tuvo problemas en el cerco y ataque para cabalgar una mula que rápidamente se le había preparado para huir y lo apresaron. Para entonces ya era viudo y sin hijos. Conducido al Perú, murió en cautiverio, en Jamaica, cuando era llevado a España. Ningún monumento ni calle lo recuerda, salvo la memoria popular.

En un lugar de la Puna

Esta amplia y digna casa que visitamos ahora, con su huerto, bodega y cueva y extensos corrales, es muy similar en el género, a aquélla de don Diego de Miranda,
ancha como de aldea, las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de calle; la bodega en el patio; la cueva vecina al portal y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea... (II, 18-771).
Está edificada esta casa alrededor de un gran patio. Hay dos más, traseros, para el acceso del personal, y el patio central está rodeado en parte por galerías. A la casa se accede por un ancho y largo zaguán, empedrado con pequeños zancos, igual que el gran patio.
En una esquina del patio central, no lejos de lo que antes fuera el comedor, espacio que ahora alberga a la biblioteca, está la cocina, con los cazos y cazuelas, los trébedes, las ramas secas de queñua juntadas en el garabato que desde temprano comienza a alimentar las llamas y calentar la piedra trasoguera; la espetera y las tinajas. Tan sólo falta aquí el astillero con su escopeta de rueda, el pedreñal y el arcabuz. Pero sí están algunos de los muebles rollizos y fornidos, y en el comedor, no lejos de la cocina, una mesa larga y sólida para juntar dos docenas de comensales. En esta sala, sin mesa, es donde ahora funciona la biblioteca, con libros antiguos, que ya nadie repone por nuevos, y allí precisamente se encuentra, encerrado en el fanal, la primeriza edición de aquel que
los niños manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos celebran, y finalmente es tan trillada y tan leída y tan sabia de todo género de gentes [...] no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote [...] tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre ni por semejas una palabra deshonesta ni un pensamiento menos católico.
Salimos de la casa del marqués con mi amigo a tomar un poco de aliento y tal vez a recordar, otra vez. Las horas de las tardes son inmóviles y parecen eternas y producen una sensación de sopor e irrealidad. Ya es tiempo de comer y todo nos lo sigue evocando. También la gente de aquí se alimenta más de cordero que de vaca, aunque el viejo propietario de esta casa haya comido en grandes cantidades, a juzgar por su obesidad, más parecida a la del escudero que a la de su otoñal señor.
Pero también este caballero de Yavi, «de barriga grande y talle corto», sosegado hidalgo de aldea como el del libro célebre, no dudó en abrazar la justa causa de la guerra y salió al combate abierto montado —aunque no en rocín escuálido porque su obesidad no se lo permitía— en una recia mula, ilusionado quizá —dado que muy pocos se apañan con lo que tienen— en gobernar alguna ínsula o reino mayor que sus propios latifundios de la Puna; y no dudó en meterse en líos de guerra, «en vez de estar pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, es decir, ir por lana y salir trasquilado».

El libro

Muchos aventuran que Cervantes pretendió venir a América, pero no lo dejaron. La literatura fue desde un comienzo temida por el conquistador, y ya una carta real de 1543 prohibía la importación y tráfico en este continente de libros de ficción. Y sin embargo el libro estuvo y está aquí, con otros «pocos pero doctos libros juntos», porque, a buen seguro, en la biblioteca del marqués no habría ejemplares del Espejo de caballerías y demás que censaron entre el cura y el licenciado —en el capítulo VI de la Primera Parte— y dieron a la hoguera.
Tampoco lo habrían traído para ostentar. ¿Se usaba entonces ostentar libros o saberes como si fueran joyas o mansiones? Queremos creer que el libro fue usado aquí, es decir, leído por los habitantes o al menos por el dueño de esta casa y marquesado, puesto que, como su actor decía, tiene el libro «habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar el universo todo».
Y aún este libro está aquí, por suerte, olvidado y semioculto por la ignorancia del país.

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