Los dinosaurios, de Italo Calvino


 Misteriosas son aún las causas de la rápida extinción de los Dinosaurios, que evolucionaron y prosperaron en todo el Triásico y el Jurásico y durante ciento cincuenta millones de años fueron los amos indiscutidos de los continentes. Tal vez no fueron capaces de adaptarse a los grandes cambios de clima y de vegetación que se produjeron en el Cretáceo. Al final de esta época habían muerto todos.

Todos menos yo —precisó Qfwfq—, porque también yo, en cierto período, fui Dinosaurio: digamos durante unos cincuenta millones de años; y no me arrepiento: entonces, siendo Dinosaurio se tenía conciencia de estar en lo justo, y uno se hacía respetar.
Después la situación cambió, es inútil que les cuente los detalles, empezaron dificultades de todo género, derrotas, errores, dudas, traiciones, pestilencias. Una nueva población crecía en la tierra, enemiga nuestra. Nos caían encima de todas partes, no acertábamos ni una. Ahora algunos dicen que el gusto de extinguirse, la pasión de ser destruidos eran propios del espíritu de nosotros los Dinosaurios ya desde antes. No sé: yo ese sentimiento jamás lo he experimentado; si otros lo conocían, es porque ya se sentían perdidos.
Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca hubiera creído librarme de ella. La larga migración me puso a salvo, la hice a través de un cementerio de osamentas descarnadas, en las cuales sólo una cresta, o un cuerno, o la placa de una coraza, o un jirón de piel toda escamas recordaba el esplendor antiguo del ser viviente. Y sobre esos restos trabajaron los picos, los colmillos, las ventosas de los nuevos amos del planeta. Cuando no vi más huellas ni de vivos ni de muertos me detuve.
En aquellos altiplanos desiertos pasé muchos y muchos años. Había sobrevivido a las emboscadas, a las epidemias, a la inanición, al hielo, pero estaba solo. Seguir allí eternamente no podía. Me puse en camino para bajar.
El mundo había cambiado: no reconocía ni los montes ni el río ni las plantas. La primera vez que vi seres vivientes me escondí; eran una manada de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes. —¡Eh, tú! —Me habían descubierto, y en seguida me pasmó aquel modo familiar de apostrofarme. Escapé; me persiguieron. Hacía milenios que estaba acostumbrado a provocar terror en torno de mí, y a sentir terror de las reacciones ajenas al terror que provocaba. Ahora nada—: ¡Eh, tú! —Se acercaban a mí como si nada, ni hostiles ni asustados.
—¿Por qué corres? ¿Qué te pasa por la cabeza? —Querían solamente que les indicara el camino para ir no sé dónde. Balbuceé que no era del lugar. —¿Qué te ocurre que escapas? —dijo uno—. ¡Parecería que hubieras visto... un Dinosaurio! —y los otros rieron. Pero en aquella carcajada sentí por primera vez un tono de aprensión. Era una risa un poco forzada. Y uno de ellos se puso grave y añadió—: No lo digas ni en broma. No sabes lo que son...
Entonces, el terror de los Dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero quizá hacía varias generaciones que no los veían y no sabían reconocerlos. Seguí mi camino, cauteloso pero impaciente por repetir el experimento. En una fuente bebía una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerqué despacito, estiré el cuello para beber a su lado; ya presentía su grito desesperado apenas me viera, su fuga afanosa. Daría la señal de alarma, vendrían los Nuevos armados a darme caza... En el momento me había arrepentido ya de mi gesto; si quería salvarme debía destrozarla en seguida: recomenzar...
La joven se volvió, dijo: —¿No es cierto que está fresca? —Se puso a conversar amablemente, con frases un poco de circunstancias, como se hace con los extranjeros, a preguntarme si venía de lejos y si había tenido lluvia o buen tiempo en el viaje. Yo nunca hubiera imaginado que se pudiese hablar así, con no-Dinosaurios, y estaba todo tenso y casi mudo.
—Yo siempre vengo a beber aquí —me dijo—, a la Fuente del Dinosaurio...
Enderecé bruscamente la cabeza, abrí los ojos hasta desorbitarme.
—Sí, sí, la llaman así, la Fuente del Dinosaurio, desde tiempos antiguos. Dicen que una vez se escondió aquí un Dinosaurio, uno de los últimos, y al que venía a beber le saltaba encima y lo despedazaba, ¡madre mía!
Hubiera querido desaparecer. "Ahora se da cuenta de quién soy —pensaba—, ¡ahora me observa mejor y me reconoce!", y como hace el que no quiere que lo miren, yo tenía los ojos bajos y enroscaba la cola como para esconderla. Tal era el esfuerzo nervioso que cuando ella, toda sonriente, me saludó y siguió su camino, me sentí cansado como si hubiera librado una batalla, de aquellas de la época en que nos defendíamos con dientes y uñas. Me di cuenta de que ni siquiera había sido capaz de contestarle buenos días.
Llegué a la orilla de un río donde los Nuevos tenían sus guaridas y vivían de la pesca. Para hacer un embalse en el río donde el agua, menos rápida, retuviera a los peces, construían un dique de ramas. Apenas me vieron, alzaron la cabeza del trabajo y se detuvieron; me miraron, se miraron entre sí, como interrogándose, siempre en silencio. "Ahora se arma —pensé—, no me queda más que vender caro el pellejo", y me preparé al salto.
Por fortuna supe detenerme a tiempo. Aquellos pescadores no tenían nada contra mí: viéndome robusto, querían preguntarme si podía quedarme con ellos para trabajar en el transporte de madera.
—Éste es un lugar seguro —insistieron, frente a mi aire perplejo—. Dinosaurios, desde la época de los abuelos de nuestros abuelos no se los ve...
A ninguno se le ocurría sospechar quién podía ser yo. Me quedé. El clima era bueno, la comida desde luego no para nuestros gustos pero discreta, y un trabajo no demasiado pesado, dada mi fuerza. Me llamaban por un sobrenombre: "el Feo", porque era distinto de ellos, no por otra cosa. Estos Nuevos, no sé cómo diablos les llaman ustedes, Pantoteros o algo por el estilo, eran de una especie todavía un poco informe, de la cual en realidad salieron todas las demás especies, y ya en aquel tiempo entre un individuo y otro se pasaba por las más variadas semejanzas y desemejanzas posibles, de manera que yo, aunque de un tipo completamente distinto, tuve que convencerme de que al fin y al cabo no llamaba tanto la atención.
No es que me acostumbrara del todo a esta idea: seguía sintiéndome siempre un Dinosaurio entre enemigos, y todas las noches, cuando empezaban a contar historias de Dinosaurios, transmitidas de generación en generación, yo retrocedía en la sombra con los nervios tensos.
Eran historias aterradoras. Los oyentes, pálidos, irrumpiendo cada tanto con gritos de espanto, estaban pendientes de los labios del que contaba, quien, a su vez, traicionaba en su voz una emoción no menor. Pronto tuve la evidencia de que esas historias eran sabidas de todos (a pesar de que constituyeran un repertorio bastante copioso), pero al escucharlas el espanto se renovaba cada vez. Los Dinosaurios eran presentados como monstruos, descritos con detalles que jamás hubieran permitido reconocerlos, y destinados tan sólo a acarrear perjuicios a los Nuevos, como si los Nuevos hubieran sido desde el principio los moradores más importantes de la Tierra, y nosotros no hubiéramos tenido otra cosa que hacer más que andarles detrás de la mañana a la noche. Para mí, pensar en nosotros los Dinosaurios era en cambio recorrer con la mente una larga serie de peripecias, de agonías, de lutos; las historias que de nosotros contaban los Nuevos estaban tan lejos de mi experiencia que hubieran debido dejarme indiferente, como si hablaran de extraños, de desconocidos. Y sin embargo, escuchándolas yo comprendía que nunca había pensado en lo que parecíamos a los demás, y que entre muchas patrañas aquellos relatos, en algunos detalles y desde el especial punto de vista de ellos, estaban en lo cierto. En mi mente sus historias de terrores infligidos por nosotros, se confundían con mis recuerdos de terror sufrido: cuanto más me enteraba de lo que habíamos hecho temblar, más temblaba.
Contaban una historia cada uno, y en cierto momento: —Y el Feo, ¿qué dice? —preguntan—. ¿Tú no tienes historias que contar? ¿En tu familia no han ocurrido aventuras con los Dinosaurios?
—Sí, pero... —farfullaba— ha pasado tanto tiempo... si supierais...
La que venía en mi ayuda en aquellos trances era Flor de Helecho, la joven de la fuente. —Dejadlo en paz... Es forastero, todavía no se ha aclimatado, habla mal nuestra lengua...
Terminaban por cambiar de tema. Yo respiraba.
Entre Flor de Helecho y yo se había establecido una especie de confianza. Nada demasiado íntimo: nunca me había atrevido a rozarla. Pero hablábamos largo y tendido. Es decir, era ella la que me contaba muchas cosas de su vida; yo, por temor de traicionarme, de hacerle sospechar mi identidad, me mantenía siempre en las generalidades. Flor de Helecho me contaba sus sueños: —Anoche vi a un Dinosaurio enorme, espantoso, que echaba fuego por las narices. Se acerca, me toma por la nuca, me lleva, quiere comerme viva. Era un sueño terrible, terrible, pero yo, qué extraño, no estaba nada asustada, no, ¿cómo decirte? me gustaba...
Por aquel sueño hubiera debido comprender muchas cosas, y sobre todo una: que Flor de Helecho no deseaba otra cosa que ser agredida. Había llegado el momento, para mí, de abrazarla. Pero el Dinosaurio que ellos imaginaban era demasiado distinto del Dinosaurio que era yo, y este pensamiento me volvía aún más tímido y diferente. En una palabra, perdí una buena oportunidad. Después, el hermano de Flor de Helecho volvió de la temporada de pesca en la llanura, la joven estaba mucho más vigilada, y nuestras conversaciones escasearon.
El hermano, Zahn, desde que me vio adoptó un aire suspicaz. —¿Y ése quién es? ¿De dónde viene? —preguntó a los otros, señalándome.
—Es el Feo, un forastero que trabaja en la madera —le dijeron—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?
—Quisiera preguntárselo a él —dijo Zahn, con aire torvo—. Eh, tú, ¿qué tienes de raro?
¿Qué debía responder? —¿Yo? Nada...
—Porque tú, a tu parecer, no eres raro, ¿eh? —y se rió. Aquella vez terminó ahí, pero yo no me esperaba nada bueno.
Zahn era uno de los tipos más decididos del pueblo. Había corrido mundo y demostraba saber muchas más cosas que los otros. Cuando oía las habituales conversaciones sobre los Dinosaurios, le asaltaba una especie de impaciencia. —Patrañas —dijo una vez—, todas patrañas las vuestras. Quisiera veros si llegara aquí un Dinosaurio de verdad.
—Hace tanto tiempo que no existen —intervino un pescador.
—No tanto —dijo Zahn con una risita burlona—, nadie ha dicho que no ande todavía alguna manada por los campos... En la llanura, los nuestros se turnan para vigilar día y noche. Pero allí pueden fiarse de todos, no admiten a tipos que no conocen... —y detuvo en mí la mirada, con intención.
Era inútil prolongar la situación: mejor agarrar el toro por los cuernos, en seguida. Di un paso adelante.
—¿Por qué te la tomas conmigo? —pregunté.
—Me la tomo con alguien que no sabemos de quién ha nacido ni de dónde viene, y pretende comer de lo nuestro, y cortejar a nuestras hermanas...
Uno de los pescadores asumió mi defensa: —El Feo se gana la vida; es de los que trabajan duro... —Será capaz de llevar troncos sobre el lomo, no lo niego —insistió Zahn—, pero en un momento de peligro, cuando tengamos que defendernos con dientes y uñas, ¿quién nos garantiza que se portará como es debido?
Comenzó una discusión general. Lo extraño era que la posibilidad de que yo fuese un Dinosaurio nunca se tenía en cuenta; la culpa que se me achacaba era la de ser Distinto, un Extranjero y por lo tanto Sospechoso; y el punto debatido era en qué medida mi presencia aumentaba el peligro de un eventual retorno de los Dinosaurios.
—Quisiera verlo en el combate, con esa boquita de lagartija —seguía provocándome Zahn, despectivo.
Me le acerqué, brusco, nariz contra nariz. —Puedes verme ahora mismo, si no escapas.
No se lo esperaba. Miró alrededor. Los otros hicieron rueda. Ahora no quedaba más que pelear.
Avancé, esquivé un mordisco torciendo el cuello, ya le había asestado una patada que lo revolcó patas arriba, y me le fui encima. Era un movimiento equivocado: como si no lo supiera, como si no hubiera visto morir Dinosaurios a arañazos y mordiscos en el pecho y en el vientre, mientras creían que habían inmovilizado al enemigo. Pero la cola todavía sabía usarla para mantenerme firme; no quería dejarme tumbar; hacía fuerza pero sentía que estaba por ceder...
Entonces uno del público gritó: —¡Dale, fuerza, Dinosaurio! —Saber que me habían desenmascarado y volver a ser el de antes fue todo uno: perdido por perdido lo mismo daba hacerles sentir el anriguo espanto. Y golpeé a Zahn, una, dos, tres veces...
Nos separaron. —Zahn, te lo habíamos dicho: el Feo tiene músculos. ¡Con el Feo no se bromea! —y se reían y me felicitaban, me daban manotones en la espalda. Yo, que me creía descubierto, no entendía nada; sólo más tarde comprendí que el apostrofe de "Dinosaurio" era una manera de decir, de animar a los rivales en una especie de: "¡Dale que te lo cargas!", y ni siquiera se sabía si me lo habían gritado a mí o a Zahn.
Desde aquel día todos me respetaron. Hasta Zahn me alentaba, me andaba detrás para verme dar nuevas pruebas de fuerza. Debo decir que también sus discursos habituales sobre los Dinosaurios habían cambiado un poco, como sucede cuando uno se cansa de juzgar las cosas de la misma manera y la moda comienza a tomar otra dirección. Ahora, si querían criticar alguna cosa en el pueblo, habían adquirido la costumbre de decir que entre los Dinosaurios no hubieran sucedido ciertas cosas, que los Dinosaurios podían dar el ejemplo en muchos casos, que en el comportamiento de los Dinosaurios en esta o aquella situación (por ejemplo de la vida privada) no había nada que criticar. En una palabra, parecía asomar casi una admiración póstuma por esos Dinosaurios de los cuales nadie sabía nada preciso.
A mí una vez se me ocurrió decir: —No exageremos: ¿qué creéis que era un Dinosaurio, al fin y al cabo?
Me reconvinieron: —Calla, ¿tú qué sabes si nunca los viste?
Quizás era el momento justo de empezar a llamar al pan pan. —¡Sí que los ví —exclamé—, y si queréis os puedo explicar cómo eran!
No me creyeron: pensaban que quería tomarles el pelo. Para mí, esta nueva manera que tenían de hablar de los Dinosaurios era casi tan insoportable como la de antes. Porque —aparte del dolor que sentía por el cruel destino de mi especie— yo la vida de los Dinosaurios la conocía desde adentro, sabía cómo entre nosotros prevalecía una mentalidad limitada, llena de prejuicios, incapaz de ponerse a la altura de las situaciones nuevas. ¡Y ahora tenía que ver cómo éstos tomaban por modelo aquel mundo nuestro pequeño, tan retrógrado, tan —digámoslo— aburrido! ¡Tenía que soportar cómo me imponían ellos una suerte de sagrado respeto por mi especie, yo que nunca lo había sentido! Pero en el fondo era que justo que fuera así: estos Nuevos, ¿en qué se diferenciaban de los Dinosaurios de los buenos tiempos? Seguros en su pueblo, con los diques y las pesquerías, les había asomado también una jactancia, una presunción... ¡Me pasaba que sentía ante ellos la misma impaciencia que me había producido mi ambiente, y cuanto más los oía admirar a los Dinosaurios, más detestaba a los Dinosaurios y a ellos al mismo tiempo!
—Sabes, anoche soñé que iba a pasar un Dinosaurio delante de mi casa —me dijo Flor de Helecho—, un Dinosaurio magnífico, un príncipe o un rey de los Dinosaurios. Yo me ponía bonita, me ataba una cinta en la cabeza y me asomaba a la ventana. Trataba de atraer la atención del Dinosaurio, le hacía una reverencia, pero él ni siquiera se daba cuenta, no se dignaba echarme una mirada...
Este sueño me dio una nueva clave para comprender el estado de ánimo de Flor de Helecho con respecto a mí: la joven debía de haber confundido mi timidez con una desdeñosa soberbia. Ahora que lo pienso, comprendo que me hubiera bastado insistir un poco en aquella actitud, demostrar un altivo desapego, y la hubiera conquistado del todo. En cambio la revelación me conmovió tanto que me arrojé a sus pies con lágrimas en los ojos, diciendo: —No, no, Flor de Helecho, no es como tú crees, tú eres mejor que cualquier Dinosaurio, cien veces mejor, y yo me siento tan inferior a ti...
Flor de Helecho se puso rígida, dio un paso atrás.
—¿Pero qué estás diciendo?
No era lo que ella esperaba; estaba desconcertada y encontraba la escena un poco desagradable. Yo me di cuenta demasiado tarde; me rehíce en seguida, pero una atmósfera de incomodidad pesaba ahora entre nosotros.
No hubo tiempo de pensarlo, con todo lo que sucedió después. Mensajeros jadeantes llegaron a la aldea. —¡Vuelven los Dinosaurios!— Se había visto una manada de monstruos desconocidos corriendo furiosa por la llanura. Si seguían a aquel paso al alba del día siguiente atacarían la aldea. Se dio la señal de alarma.
Pueden imaginarse la tempestad de sentimientos que se desencadenó en mi pecho a la noticia: ¡mi especie no estaba extinguida, podía reunirme con mis hermanos, recomenzar la antigua vida! Pero el recuerdo de la antigua vida que me volvía a la mente era la serie interminable de derrotas, fugas, peligros; recomenzar significaba quizás tan sólo un temporario suplemento de aquella agonía, el retorno a una fase que me hacía la ilusión de haber cerrado ya. Ahora había alcanzado, aquí en la aldea, una especie de nueva tranquilidad y me pesaba perderla.
El ánimo de los Nuevos también estaba dividido entre sentimientos diferentes. Por un lado el pánico, por el otro el deseo de triunfar del viejo enemigo, por otro también la idea de que si los Dinosaurios habían sobrevivido y ahora avanzaban en busca de un desquite, era señal de que nadie podía detenerlos, y no estaba excluido que una victoria de ellos, aun que fuese despiadada, pudiera constituir un bien para todos. Los Nuevos querían, en una palabra, al mismo tiempo defenderse, huir, exterminar al enemigo, ser vencidos; y esta inseguridad se reflejaba en el desorden de sus preparativos de defensa.
—¡Un momento! —gritó Zahn—. ¡Hay uno solo entre nosotros que está en condiciones de tomar el mando! ¡El más fuerte de todos, el Feo!
—¡Es cierto! ¡El Feo es el que debe mandarnos! —dijeron en corro todos los otros—. ¡Sí, sí, el mando al Feo! —y se ponían a mis órdenes.
—Pero no, cómo queréis que yo, un extranjero, no estoy a la altura... —me defendía yo. No hubo modo de convencerlos.
¿Qué debía hacer? Aquella noche no pude cerrar los ojos. La voz de la sangre me obligaba a desertar y a reunirme con mis hermanos; la lealtad hacia los Nuevos que me habían acogido y brindado hospitalidad y confiado en mí quería, en cambio, que me considerase de parte de ellos; además sabía bien que ni los Dinosaurios ni los Nuevos merecían que se moviera un dedo por ellos. Si los Dinosaurios trataban de restablecer su dominio con invasiones y matanzas, era señal de que no habían aprendido nada con la experiencia, que habían sobrevivido sólo por error. Y los Nuevos era evidente que dándome a mí el mando habían encontrado la solución más cómoda: descargar todas las responsabilidades en un extranjero que podía ser tanto el salvador como, en caso de derrota, un chivo expiatorio que se entrega al enemigo para calmarlo, o bien un traidor que puesto en manos del enemigo realizara el sueño inconfesable de los Nuevos, de ser dominados por los Dinosaurios. En una palabra, no quería saber nada ni de unos ni de otros; ¡que se degollasen entre ellos!; me importaba un rábano de todos. Tenía que escapar cuanto antes, dejarlos que se cocinaran en su salsa, no tener nada más que ver con esas viejas historias.
Esa misma noche, escurriéndome en la oscuridad, dejé la aldea. El primer impulso era alejarme lo más posible del campo de batalla, regresar a mis refugios secretos; pero la curiosidad fue más fuerte: volver a ver a mis semejantes, saber quién vencería. Me escondí en lo alto de unas rocas que dominaban el embalse del río, y esperé el alba.
Con la luz, aparecieron figuras en el horizonte. Avanzaban a la carga. Antes de distinguirlos bien, ya podía excluir que los Dinosaurios hubieran corrido con tan poca gracia. Cuando los reconocí no sabía si reír o avergonzarme. Rinocerontes, una manada, de los primeros, grandes y bastos y torpes, cubiertos de protuberancias de materia córnea, pero en esencia inofensivos, dedicados a comer hierba: ¡con eso habían confundido a los antiguos Reyes de la Tierra!
La manada de rinocerontes galopó con ruido de trueno, se detuvo a lamer unas matas, reanudó la carrera hacia el horizonte sin percatarse siquiera de los destacamentos de pescadores.
Volví corriendo a la aldea. —¡No se han dado cuenta de nada! ¡No eran Dinosaurios! —anuncié—. ¡Rinocerontes, eso es lo que eran! ¡Ya se fueron! ¡No hay más peligro! —Y añadí, para justificar mi deserción nocturna—: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y contaros!
—Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran Dinosaurios —dijo con calma Zahn—, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un héroe —y me volvió la espalda.
Sí, se habían desilusionado: de los Dinosaurios, de mí. Entonces sus historias de Dinosaurios se convirtieron en chistes en los cuales los terribles monstruos aparecían como personajes ridículos. A mí no me afectaba ese espíritu mezquino. Ahora reconocía la grandeza de alma que nos había hecho elegir la desaparición antes que vivir en un mundo que ya no era para nosotros. Si yo sobrevivía era solamente para que un Dinosaurio siguiera sintiéndose como tal en medio de esa gentuza que disfrazaba con bromas triviales el miedo que todavía la dominaba. ¿Y qué otra opción podía presentarse a los Nuevos sino entre irrisión y miedo?
Flor de Helecho reveló una actitud distinta contándome un sueño: —Había un Dinosaurio, cómico, verde verde, y todos le tomaban el pelo, le tiraban de la cola. Y me di cuenta de que, con ser ridículo, era la más triste de las criaturas, y de sus ojos amarillos y rojos corría un río de lágrimas.
¿Qué sentí al oír aquellas palabras? ¿La negativa a identificarme con las imágenes del sueño, el rechazo de un sentimiento que parecía haberse convertido en piedad, la imposibilidad de tolerar la idea disminuida que todos ellos se hacían de la dignidad dinosauria? Tuve un arrebato de soberbia, me puse rígido y le eché a la cara unas pocas frases despreciativas: —¿Por qué me aburres con esos sueños tuyos cada vez más infantiles? ¡No sabes soñar más que estupideces!
Flor de Helecho estalló en lágrimas. Yo me alejé encogiéndome de hombros.
Esto había sucedido en el muelle; no estábamos solos; los pescadores no habían oído nuestro diálogo pero se habían dado cuenta de mi estallido y de las lágrimas de la muchacha.
Zahn se sintió obligado a intervenir. —¿Pero quién te crees que eres —dijo con voz agria— para faltarle el respeto a mi hermana?
Me detuve y no contesté. Si quería pelear, estaba dispuesto. Pero el estilo de la aldea había cambiado los últimos tiempos: todo lo tomaban a broma. Del grupo de pescadores salió un grito en falsete: —¡Termínala, Dinosaurio!— Ésta era, lo sabía bien, una expresión burlona que había empezado a usarse últimamente para decir: "Baja el copete, no exageres", y así. Pero a mí me revolvió algo en la sangre.
—¡Sí, lo soy, si queréis saberlo —grité—, un Dinosaurio, eso mismo! ¡Si nunca habéis visto un Dinosaurio, aquí me tenéis, mirad!
Estalló una carcajada general de burla.
—Yo vi uno ayer —dijo un viejo—, salió de la nieve. —A su alrededor reinó de pronto el silencio.
El viejo volvía de un viaje a las montañas. El deshielo había fundido un antiguo glaciar y había asomado un esqueleto de Dinosaurio.
La noticia se propaló por la aldea. —¡Vamos a ver al Dinosaurio!— Todos subieron corriendo la montaña y yo con ellos.
Dejando atrás una morrena de guijarros, troncos arrancados, barro y osamentas de pájaros, se abría un pequeño valle en forma de concha. Un primer velo de líquenes verdecía las rocas liberadas del hielo. En el medio, tendido como si durmiera, con el cuello estirado por los intervalos de las vértebras, la cola desplegada en una larga línea serpentina, yacía un esqueleto de Dinosaurio gigantesco. La caja torácica se arqueaba como una vela y cuando el viento golpeaba contra los listones chatos de las costillas parecía que aún le latiera dentro un corazón invisible. El cráneo había girado hasta quedar torcido, la boca abierta como en un último grito.
Los Nuevos corrieron hasta allí dando voces jubilosas: frente al cráneo se sintieron mirados fijamente por las órbitas vacías; permanecieron a unos pasos de distancia, silenciosos; después se volvieron y reanudaron su necio jolgorio. Hubiera bastado que uno de ellos pasase su mirada del esqueleto a mí, que estaba contemplándolo, para darse cuenta de que éramos idénticos. Pero nadie lo hizo. Aquellos huesos, aquellos colmillos, aquellos miembros exterminadores, hablaban una lengua ahora ilegible, ya no decían nada a nadie, salvo aquel vago nombre que había perdido relación con las experiencias del presente.
Yo seguía mirando el esqueleto, el Padre, el Hermano, el igual a mí, Yo Mismo; reconocía mis miembros descarnados, mis rasgos grabados en la roca, todo lo que habíamos sido y ya no éramos, nuestra majestad, nuestras culpas, nuestra ruina.
Ahora aquellos despojos servirían a los Nuevos, distraídos ocupantes del planeta, para señalar un punto del paisaje, seguirían el destino del nombre "Dinosaurio" convertido en un sonido opaco sin sentido. No debía permitirlo. Todo lo que incumbía a la verdadera naturaleza de los Dinosaurios tenía que permanecer oculto. En la noche, mientras los Nuevos dormían en torno al esqueleto embanderado, trasladé y sepulté vértebra por vértebra a mi Muerto.
Por la mañana los Nuevos no encontraron huellas del esqueleto. No se preocuparon mucho. Era un nuevo misterio que se añadía a los tantos relacionados con los Dinosaurios. Pronto se les borró de la memoria.
Pero la aparición del esqueleto dejó una huella, en el sentido de que en todos ellos la idea de los Dinosaurios quedó unida a la de un triste fin, y en las historias que contaban ahora predominaba un acento de conmiseración, de pena por nuestros padecimientos. Esta compasión de nada me servía. ¿Compasión de qué? Si una especie había tenido jamás una evolución plena y rica, un reino largo y feliz, había sido la nuestra. La extinción era un epílogo grandioso, digno de nuestro pasado. ¿Qué podían entender esos tontos? Cada vez que los oía ponerse sentimentales con los pobres Dinosaurios, me daban ganas de tomarles el pelo, de contar historias inventadas e inverosímiles. En adelante la verdad sobre los Dinosaurios no la comprendería nadie, era un secreto que yo custodiaría sólo para mí.
Una banda de vagabundos se detuvo en la aldea. Entre ellos había una joven. Me sobresalté al verla. Si mis ojos no me engañaban, aquélla no tenía en las venas sólo sangre de los Nuevos: era una mulata, una mulata dinosauria. ¿Lo sabía? Seguramente que no, a juzgar por su desenvoltura. Quizá no uno de los padres, pero uno de los abuelos o bisabuelos o trisabuelos había sido Dinosaurio, y los caracteres, la gracia de movimientos de nuestra progenie, volvían a aparecer en un gesto casi desvergonzado, irreconocible ahora para todos, incluso para ella. Era una criatura graciosa y alegre; en seguida le anduvo detrás un grupo de cortejantes, y entre ellos el más asiduo y enamorado era Zahn.
Empezaba el verano. La juventud daba una fiesta en el río. —¡Ven con nosotros! —me invitó Zahn, que después de tantas peleas trataba de hacerse amigo; después se puso a nadar junto a la Mulata.
Me acerqué a Flor de Helecho. Quizá había llegado el momento de buscar un entendimiento. —¿Qué soñaste anoche? —pregunté, por iniciar una conversación.
Permaneció con la cabeza baja. —Vi a un Dinosaurio que se retorcía agonizando. Reclinaba la cabeza noble y delicada, y sufría, sufría... Yo lo miraba, no podía despegar los ojos de él y me di cuenta de que sentía un placer sutil viéndolo sufrir...
Los labios de Flor de Helecho se estiraban en un pliegue maligno que nunca le había notado. Hubiera querido sólo demostrarle que en aquel juego suyo de sentimientos ambiguos y oscuros yo no tenía nada que ver: yo era de los que gozan de la vida, el heredero de una estirpe feliz. Me puse a bailar a su alrededor, la salpiqué con el agua del río agitando la cola.
—¡No se te ocurren más que conversaciones tristes! —dije, frívolo—. ¡Termínala, ven a bailar!
No me entendió. Hizo una mueca.
—¡Y si no bailas conmigo, bailaré con otra! —exclamé. Tomé por una pata a la Mulata, llevándomela en las propias narices de Zahn, que primero la miró alejarse sin entender, tan absorto estaba en su contemplación amorosa, después tuvo un sobresalto de celos. Demasiado tarde; la Mulata y yo ya nos habíamos zambullido en el río y nadábamos hacia la otra orilla, para escondernos en los matorrales.
Quizá sólo quería dar a Flor de Helecho una prueba de quién era realmente yo, desmentir las ideas siempre equivocadas que se había hecho de mí. Y quizá me movía también un viejo rencor hacia Zahn, quería ostentosamente rechazar su nuevo ofrecimiento de amistad. O bien, más que nada, las formas familiares y sin embargo insólitas de la Mulata eran las que me daban ganas de una relación natural, directa, sin pensamientos secretos, sin recuerdos.
La caravana de vagabundos partiría por la mañana. La Mulata consintió en pasar la noche en los matorrales. Me quedé haciendo el amor con ella hasta el alba.
Éstos no eran sino episodios efímeros de una vida por lo demás tranquila y escasa de acontecimientos. Había dejado hundirse en el silencio la verdad acerca de mí y acerca de la era de nuestro reino. Ahora de los Dinosaurios casi no se hablaba; tal vez nadie creía ya que hubieran existido. Hasta Flor de Helecho había dejado de soñar con ellos.
Cuando me contó: —Soñé que en una caverna quedaba el único sobreviviente de una especie cuyo nombre nadie recordaba, y yo iba a preguntárselo, y estaba oscuro, y yo sabía que estaba allí, y no lo veía, y sabía bien quién era y cómo era pero no hubiera podido decirlo, y no entendía si era él el que contestaba a mis preguntas o yo a las suyas... —fue para mí la señal de que finalmente había empezado un entendimiento amoroso entre nosotros, como lo deseaba desde que me había detenido por primera vez en la fuente y aún no sabía si me sería permitido sobrevivir.
Desde entonces había aprendido tantas cosas, y sobre todo la forma en que vencen los Dinosaurios. Primero creí que desaparecer habría sido para mis hermanos la magnánima aceptación de una derrota; ahora sabía que los Dinosaurios cuanto más desaparecen más extienden su dominio, y sobre selvas mucho más inmensas que las que cubren los continentes: en la maraña de pensamientos del que se queda. Desde la penumbra de los miedos y las dudas de generaciones ahora ignaras, continuaban extendiendo el cuello, levantando sus zarpas, y cuando la última sombra de su imagen se había borrado, su nombre continuaba superponiéndose a todos los significados, perpetuando su presencia en las relaciones entre los seres vivientes. Ahora, borrado hasta el nombre, les aguardaba convertirse en una sola cosa con los moldes mudos y anónimos del pensamiento, a través de los cuales cobran forma y sustancia las cosas pensadas: por los Nuevos, y por los que vendrían aún después.
Miré alrededor: la aldea que me había visto llegar como extranjero, ahora bien podía decirla mía, y decir mía a Flor de Helecho: de la manera en que un Dinosaurio puede decirlo. Por eso, con un silencioso gesto de saludo me despedí de Flor de Helecho, dejé la aldea, me fui para siempre.
Por el camino miraba los árboles, los ríos y los montes y no sabía distinguir los que ya estaban en los tiempos de los Dinosaurios y los que habían venido después. Alrededor de algunas guaridas habían acampado unos vagabundos. Reconocí de lejos a la Mulata, siempre agradable, un poco más gorda. Para que no me vieran me resguardé en el bosque y la espié. La seguía un hijito que apenas podía correr sobre sus piernas meneando la cola. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a un pequeño Dinosaurio tan perfecto, tan pleno de la exacta esencia de Dinosaurio, y tan ignorante de lo que el nombre Dinosaurio significaba?
Lo esperé en un claro del bosque para verlo jugar, perseguir una mariposa, deshacer una piña contra una piedra para sacar los piñones. Me acerqué. Era realmente mi hijo.
Me miró con curiosidad. —¿Quién eres? —preguntó.
—Nadie —dije—. Y tú, ¿sabes quién eres?
—¡Claro! Lo saben todos: ¡soy un Nuevo! —dijo.
Era exactamente lo que esperaba oír. Le acaricié la cabeza, le dije: —Muy bien —y me fui. Recorrí valles y llanuras. Llegué a una estación, tomé el tren, me confundí con la multitud.

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