Cide Hamete Benengeli y los narradores del "Quijote", de Jesús G. Maestro


El discurso del Quijote revela una obra literaria que se presenta in fieri al pensamiento del lector, no sólo por el tratamiento tensivo y procesual de los diferentes elementos sintácticos (tiempo, espacio, personajes y funciones), sino muy principalmente por la naturaleza discontinua y polifónica de su disposición compositiva, y por el estatuto retórico y funcional que en ella adquiere el personaje Narrador, heterodiegético (no participa en la historia que cuenta, aunque con frecuencia habla desde la primera persona) y extradiegético (se sitúa en la estratificación discursiva más elevada y englobante), creado por Miguel de Cervantes en la ficción literaria, sobre la que actúa de forma directa e inmediata, como agente locutivo situado en el nivel de la enunciación.

Con frecuencia se ha hablado del Quijote como de una novela mucho más afín al mundo del barroco y del manierismo que a la estética del Renacimiento, cuyos modelos de regularidad y simetría formales remitían incesantemente a un concepto estable y delimitado del cosmos artístico. Tales concepciones serán, sin embargo, profundamente discutidas en algunas de las obras literarias más representativas del siglo XVII, cuya forma abierta y polifónica desplaza la exigencia de los rigores constructivos, y transmite sentimientos de intensa inestabilidad y fuerte complejidad psicológica, en medio de acciones sensacionales tras las que permanecen inquietudes humanas desde las cuales el hombre pretende explicarse el enfrentamiento, indudablemente dramático, entre la fragmentación del mundo exterior y la lógica del pensamiento y la imaginación artísticos e individuales.
El mundo artístico en el que fue escrito el Quijote sugiere, como algo más tarde exigirán las posiciones epistemológicas de corte racionalista, que nada de lo que es visible y palpable representa la realidad verdadera y esencial, de modo que el mundo exterior, perceptible por los sentidos, es un universo de imágenes fragmentadas y discontinuas, cuya unidad no se resuelve en sí misma, como hasta entonces se había pensado (Aristóteles), ni en la conciencia del sujeto, como se admitirá a partir de R. Descartes, y especialmente desde el Idealismo alemán (J.G. Fichte), sino que permanece, como tal, sin resolver: el hombre del Barroco percibe la realidad y la constitución de su mundo exterior de forma completamente fragmentada, discontinua, inestable, discreta, fallada..., en un momento en el que todavía no ha tomado conciencia de las posibilidades de su pensamiento subjetivo, ni de sus facultades creativas frente a los cánones de la poética mimética.
El ser humano no encuentra entonces, ni en el objeto exterior ni en su propio pensamiento, la unidad que, antes hallada en la naturaleza, le permitía obrar y discurrir con seguridad. Es indudable que las obras del barroco han de reflejar en su disposición y su inventiva esta expresión fragmentada y discreta que registra la mirada del hombre en su proyección hacia el mundo exterior1. A continuación, trataremos de demostrar que es precisamente este concepto de disgregación, y esta imagen de manifestación discrecional o discontinua de la realidad, lo que permite y exige a Miguel de Cervantes la articulación, asimismo discreta y segmentada, del sistema narrativo en el que se sustantiva el Quijote como discurso literario.
Un análisis de los procesos elocutivos del Quijote revela la conveniencia de distinguir al menos tres entidades enunciativas básicas: 1) la que representa Miguel de Cervantes, como autor real y exterior al relato; 2) la que constituye el Narrador del Quijote, de cuya identidad y estatuto como personaje hablaremos inmediatamente; y 3) el Sistema retórico de autores ficticios, formado por a) el autor anónimo de los ocho primeros capítulos de la primera parte, b) Cide Hamete Benengeli, c) el morisco aljamiado, igualmente anónimo, que traduce al castellano los manuscritos árabes hallados por el Narrador, y d) los académicos de Argamasilla, autores de los poemas donados al Narrador por «un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba...» (52, I). Cada una de estas entidades locutivas se sitúa en una estratificación discursiva del Quijote, en cuya órbita transita, constituyendo una galaxia de enunciaciones en las que se dispone formal y recursivamente la fábula del relato.
La crítica moderna más autorizada2 estima que la presencia en el Quijote de los autores ficticios (Cide Hamete, el traductor morisco, el autor primero, etc...), los cuales forman parte de un sistema autorial meramente retórico y estilístico gobernado por el Narrador, voz anónima que organiza, prologa, edita el texto completo, y rige el sistema discursivo que engloba recursivamente el enunciado de los autores ficticios, obedece a una parodia de los cronistas o historiadores fabulosos que solían citarse en las novelas de caballerías3. Su estatuto no es el de narradores propiamente dichos, pues no narran nada: son citados, entrecomillados, o mencionados en un discurso indirecto o sumario diegético.
Cide Hamete, el morisco aljamiado, los poetas de Argamasilla..., constituyen versiones ficticias o textuales del autor real y su voz en el mundo empírico, pues él es responsable último del acto de escribir, pero no del acto enunciativo de narrar desde dentro de la inmanencia discursiva lo que acontece a cada uno de los protagonistas, actividad que hace corresponder a los personajes, bien con nombre propio (Dulcinea, Cide Hamete, Sansón Carrasco...), bien con un nombre común que funcione como propio (el cura, el barbero, la duquesa...), bien anónimo, entre los cuales ha de figurar el primero el Narrador del Quijote. Quien existe, que es quien escribe la novela empíricamente (Cervantes), no se presenta nunca como responsable inmanente de la organización del discurso (Narrador-editor anónimo), y menos aún como narrador directo lo que en él se contiene (Don Quijote en la cueva de Montesinos, por ejemplo).
Las múltiples instancias que sustantivan y articulan el sistema retórico de los autores ficticios no son sino entidades virtuales, es decir, personajes, que, si bien carentes de la funcionalidad o dimensión actancial propia de los demás personajes, lo que con frecuencia les ha valido la denominación de «personajes fantasma», son ante todo expresión de la manifestación discreta que el autor empírico comunica y proyecta en su propio discurso. Se trata, en suma, de una visión calidoscópica del Yo autorial en el discurso de su propia novela, de una expansión polifónica y discrecional del autor real y su voz en una disposición discursiva de múltiples estratificaciones locutivas, desde las que se refleja icónicamente la visión fragmentada que del mundo exterior recogen la mirada y la palabra cervantinas.





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El Narrador del Quijote y los autores ficticios

El prólogo de la primera parte del Quijote constituye un discurso de naturaleza completamente ficticia, por su disposición formal (está escrito en forma dialógica, lo que permite al lector un enfoque próximo de los hechos y una relación más eficaz con la realidad literaria, al mismo tiempo que lo distancia del autor real), por el contenido no verificable de la historia que comunica (una anécdota en la que el prologuista aparece en compañía de un amigo que le auxilia en su labor de encabezar la obra, al darle algunos consejos sobre la redacción del exordio, que son ejecutados inmediatamente), y por la presentación de su responsabilidad autorial, que es la del Narrador del Quijote, ya que este prólogo no está firmado por Miguel de Cervantes (quien sólo suscribe la dedicatoria al Duque de Béjar, tras la cual comienza el discurso de ficción propiamente dicho, a diferencia de lo que sucede en la segunda parte, en la que Cervantes interviene en el «prólogo al lector» -que precede la dedicatoria al Duque de Lemos- como persona real que niega la autoridad de Avellaneda sobre Don Quijote).
El prólogo del Quijote de 1605 forma parte de la ficción literaria del conjunto de obra, y presenta al lector real la figura del personaje Narrador, del que se sabrá, a lo largo de la lectura (I, 8-9), que desempeña, naturalmente dentro del mundo de ficción ideado por Cervantes, además de prologuista, las funciones de lector, compilador y editor del Quijote, amén de la «supervisión» que hace de su traducción del árabe al castellano. Paralelamente, el Narrador presenta, desde el prólogo de la primera parte, tres de las características esenciales que definen su estatuto narrativo en el discurso de la novela: el uso ocasional de la primera persona (Yo), su condición heterodiegética (al no intervenir en la historia que cuenta) y su posición extradiegética (se sitúa en la más alta estratificación enunciativa del discurso literario al que pertenece como personaje)4
Sin embargo, sucede con frecuencia que Cervantes se introduce convencionalmente en su propio discurso, y se presenta en él como cree conveniente, cual si se tratara de un personaje más del mismo, lo que confiere al relato una irónica expresión de verosimilitud. Miguel de Cervantes se distancia, mediante el artificio de los autores ficticios, de la instancia narrativa y su responsabilidad en el discurso, merced a la disgregación y fragmentación de la concepción unitaria del autor, y paralelamente se aproxima e identifica con el conjunto de personajes y ficciones del relato que él mismo propone. Así, durante el escrutinio, acaece el siguiente diálogo:
«-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.»

(6, I)5               


Cervantes lleva el concepto de ironía hasta regiones completamente inéditas para su época, al introducirlo como forma de lectura de los procedimientos narrativos del Quijote, e interpretarlo como exigencia de romper la ilusión de objetividad de la obra literaria, mediante la intervención del autor real en la novela, o la aparición del espectador como un personaje más en el escenario del drama6. La ironía cervantina expresa en este sentido la superación dialéctica de los límites físicos que se oponen al espíritu humano, brota de la conciencia del carácter antinómico del mundo exterior, y constituye una actitud de superación por parte del Yo de las incesantes contradicciones de la realidad, del perpetuo conflicto entre lo absoluto y lo relativo.
Hasta la lectura de los capítulos 8 y 9 de la primera parte del Quijote el lector no conoce con claridad los procedimientos narrativos que dispone Cervantes acerca de las fuentes escritas de la historia y los procesos elocutivos del discurso.
Se habla en estos capítulos de dos autores. La mayor parte de los editores del Quijote advierten que «al segundo autor se le suele identificar con Cervantes, puesto que introduce, en el capítulo que sigue, a Cide Hamete Benengeli como primero» (J.J. Allen, 1981: 141). Desde nuestro punto de vista, identificamos a la primera de estas entidades locutivas con un Autor Primero, anónimo, que no es Cide Hamete Benengeli (porque el texto no los identifica), y cuyo relato no ha sido ni escrito en árabe ni traducido por nadie (la novela no dice nada al respecto), y no presenta continuidad autorial con el capítulo IX y siguientes. Al Autor Segundo lo identificamos con ese lector curioso del Quijote, al cual hemos venido refiriéndonos bajo la expresión de Narrador, puesto que además de cumplir funciones de compilador e investigador de la historia del hidalgo manchego, organiza los dos manuscritos: A) Autor Primero: caps. I-VIII, y B) La crónica en árabe de Cide Hamete, que encarga traducir a un morisco: caps. IX y ss.; dispone el texto tal como lo conocemos y leemos, y narra con sus propias palabras el contenido de los textos precedentes (traducciones y manuscritos recogidos), de modo que constituye un nuevo discurso bajo sus propias modalidades lingüísticas y desde su propia competencia verbal, lógica y cognoscitiva, que edita y prologa como texto y versión definitivos.
«Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.»

(8, I)               


Estas palabras son las últimas que corresponden a los contenidos de la historia de Don Quijote relatados por el Autor Primero, los capítulos I-VIII, a propósito de los cuales el texto no señala intervención alguna de Cide Hamete, quien aparece a partir del capítulo IX, y en quien se identifica la fuente histórica de los contenidos relatados desde este capítulo hasta el final, traducidos del árabe al español, citados ocasionalmente de forma literal, o introducidos en estilo sumario diegético en el discurso del Narrador, responsable inmanente de la organización global del texto de Don Quijote tal como lo leemos.
Al lector le es necesario concluir la primera parte del Quijote para delimitar con precisión la estructura pragmática de su discurso, y disponer de modo sincrónico sus diferentes instancias y procesos locutivos.
1. Autor real: Miguel de Cervantes.
2. Autor «implícito» textualizado de forma discreta o discontinua en:
a) Autor primero: Anónimo (Caps. 1-8).
b) Cronista: Cide Hamete Benengeli (Cap. 9 en adelante).
c) Traductor: Morisco aljamiado.
d) Poetas: Académicos de Argamasilla.
e) Narrador: Voz textual anónima, que organiza, prologa y edita el texto completo.
3. Lector «implícito» textualizado de forma discreta y sincrética en:
a) Lector del texto del autor primero.
b) Lector de la crónica.
c) Lector de la traducción.
d) Lector de los poemas de los Académicos de Argamasilla.
e) Narratario.
4. Lector real: Cualquiera de nosotros.
Desde nuestro punto de vista, el «autor implícito» del Quijote (concepto propuesto en 1961 por W.C. Booth con objeto de identificar en la inmanencia textual de las obras de ficción un responsable distinto del autor real al que atribuir el contenido de los enunciados verbales)7, se sustantiva en una pluralidad de entidades elocutivas, de naturaleza textual y ficticia, que se constituyen de forma discreta o discontinua a lo largo del discurso delQuijote, como expresión de un proceso de expansión polifónica sobre el que se construye retóricamente el sistema narrativo de la novela, y desde el que se refleja icónicamente la visión fragmentada que del mundo exterior posee el hombre del siglo XVII. La realidad es demasiado compleja y fugitiva como para que una sola persona, o un solo narrador, pueda comprenderla y darnos definitiva cuenta de ella.
Cada una de estas entidades locutivas, que constituye una manifestación textual, polifónica y discreta del «autor implícito», o mejor, autor textualizado, del Quijote, pueden estudiarse semióticamente como unidades de sentido, en tanto que personajes que forman parte de la sintaxis del relato, y que son susceptibles del siguiente análisis:
1. Nombre propio (o nombre común que funcione como propio).
2. Etiqueta semántica: predicados y notas intensivas.
3. Funcionalidad y dimensión actancial.
4. Relaciones y transformaciones del personaje en el relato.
5. Intertexto literario y contexto social.
6. Transducción del personaje literario.

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El «autor primero» del Quijote

Una lectura atenta del Quijote parece revelar que la «autoría» de los ocho primeros capítulos de la primera parte no corresponde al mismo personaje que se presenta a partir del capítulo IX como responsable de la escritura del manuscrito original arábigo (Cide Hamete), que comprendería los capítulos IX-LII de la primera parte y la segunda parte completa.
El personaje que actúa como Narrador y editor de las diferentes fuentes y manuscritos que constituyen la historia de Don Quijote advierte al final del capítulo VIII, a propósito de la brusca interrupción del encuentro entre los hidalgos castellano y vasco, que «está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas», y añade, refiriéndose a sí mismo: «Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen» (8, I). Al comienzo del capítulo siguiente, insiste de nuevo en que «en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba» (9, I). Difícilmente el lector hallará en el Quijote notas intensivas más precisas acerca de este recurso estilístico, denominado convencionalmente «autor primero» por la crítica cervantina tradicional, que los aquí ofrecidos por el Narrador-editor de la historia.
Este personaje, en quien se identifica la fuente -que no el discurso, el cual corresponde al Narrador-, del contenido relatado en los ocho primeros capítulos, es una de las presencias textuales más fantasmagóricas del Quijote, dado que, si bien existe como personaje que forma parte de la historia (recibe notas intensivas y predicados semánticos por parte del Narrador-editor, quien recoge y compila sus fuentes y manuscritos; funcionalmente desempeña la labor de ser el primero de los «autores» o «sabios» en recopilar las aventuras de Don Quijote...), no es menos cierto que carece de nombre propio en la novela, lo que ha dificultado enormemente su identidad por parte de la crítica cervantina, de quien ha recibido la común denominación de «autor primero»; apenas experimenta transformaciones en el relato, ya que no vuelve a mencionarse desde el capítulo IX de la primera parte; no se sitúa, fuera del Quijote, en ningún otro intertexto literario o contexto social, y no ha sido objeto de transducciones literarias por parte de la interpretación crítica, que apenas le ha prestado atención, al contrario que Cide Hamete, al que se ha identificado con frecuencia con el narrador delQuijote, y del que se ha incluso discutido y negado su estatuto como personaje.
Desde nuestro punto de vista, el autor primero de la historia de Don Quijote es responsable del relato contenido en las fuentes manuscritas manejadas por el Narrador-editor en la narración de los ocho primeros capítulos de la primera parte, y constituye, desde el ámbito de los procesos elocutivos del discurso, la primera instancia o expresión discreta del «autor implícito» (W.C. Booth, 1964), o autor textualizado, del sistema retórico de autores ficticios en que se sustantiva la pragmática del Quijote.



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Cide Hamete Benengeli

Cide Hamete Benengeli es presentado por el Narrador-editor del Quijote, en el capítulo IX de la primera parte, como el autor de un manuscrito arábigo que es traducido al castellano por un morisco aljamiado, y que comprende la historia de Don Quijote desde la aventura del vizcaíno en adelante. El resultado de la traducción del texto de Hamete es editado por el Narrador del Quijote, quien se comporta como «segundo autor» y editor de la obra. Cide Hamete es, como el resto de los autores ficticios, sólo un recurso estilístico, un personaje que sirve al diseño retórico del sistema narrativo; situado en una estratificación discursiva distinta a la de los personajes funcionales de la historia, actancialmente no significa nada, y, responsable con frecuencia de un discurso citado y entrecomillado por el Narrador, en estilo referido o sumario diegético, no posee un estatuto narrativo en el discurso del Quijote, sino una función retórica de profundas consecuencias en el conjunto del relato.
1. El personaje y la voz. Cide Hamete Benengeli es ante todo un personaje y una voz citados en el discurso del Quijote por su Narrador-editor (también por los personajes actantes), quien entrecomilla e introduce sus palabras en la disposición e inventiva de su propio relato, y las manipula y modaliza como cree conveniente ante la competencia del lector.
En unos casos Cide Hamete es citado de forma textual, literal, entrecomillada, desempeñando sólo formalmente el papel de contar o narrar, con un valor metadiscursivo, de naturaleza protética y redundante, añadida al curso de la historia que protagonizan los personajes actantes y que ha sido previamente descrita por el Narrador; en otros casos, sin embargo, su palabra es presentada en discurso sumario diegético, especialmente en la segunda parte, donde una vez definida su función retórica este personaje evoluciona hasta convertirse en un motivo estilístico recurrente: «Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que, así como don Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se había entrado la pastora Marcela...» (15, I)8.
El estilo de Cide Hamete está en la línea de los autores ficticios de las novelas de caballerías, es hiperbólico, enfático e inverosímil, como lo es el personaje mismo, mientras que la voz del Narrador-editor representa el contrapunto de discreción, sensatez y verosimilitud. Cervantes delega la verosimilitud del universo discursivo en la figura del Narrador, expresión polifónica sobre la que se construye y progresa el sistema narrativo de su novela, salvaguardándose así de los posibles excesos del relato, al situar sus fuentes en autores anónimos y dispersos, de los cuales Cide Hamete representa la entidad más estable e inverosímil. El Narrador-editor se burla de Don Quijote, transcribe los títulos de los capítulos, y su estilo es intensamente irónico con los personajes; Hamete, sin embargo, los presenta, eleva y enfatiza como héroes, como lo demuestran los escasos fragmentos que transcribe literalmente el Narrador: «Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera historia exclama y dice: ¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento animoso de don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? [...]» (17, II).
A propósito de Cide Hamete como personaje literario, R. El Saffar (1968/1984: 289 y 297), ha escrito que «el supuesto autor del Quijote es un personaje importante de su propia novela; él habla, y los demás hablan de él, como acontece con los otros personajes [...]. Cide Hamete se constituye no en copista impersonal de la historia de otro, sino en personaje interesante por sí mismo. El lector lo ve como personaje y no sólo a través de sus comentarios».
Conviene advertir que el lector real no accede nunca al texto original (arábigo) atribuido a Cide Hamete, ya que su discurso es siempre citado, mencionado, entrecomillado o resumido, de modo que, en la obra de ficción, es resultado de dos revisiones o transducciones, la del morisco aljamiado y la del Narrador-editor. Ante todo, Cide Hamete complica, fragmenta, multiplica, disgrega..., la unidad autorial que representa Cervantes, quien resulta progresivamente desplazado en su propia obra, a través de estratificaciones discursivas discretas y concéntricas. Cide Hamete ocupa en el sistema retórico de autores ficticios del Quijote una estratificación discursiva jerárquicamente idéntica a la del anónimo «autor primero», si bien desde el punto de vista de su estatuto como personaje literario presenta una complejidad mucho más amplia, dada la naturaleza y variedad de notas intensivas que recibe, la funcionalidad que adquiere en el conjunto del relato (delegado textual de intenciones autoriales, ironía, distanciamiento...), las evoluciones que experimenta en el transcurso de la historia, la recurrencia del intertexto literario y las transducciones interpretativas a las que la crítica cervantina le ha sometido.
2. La etiqueta semántica. Como personaje literario del Quijote, Cide Hamete Benengeli posee un nombre propio, que asegura la unidad de las referencias lingüísticas que se dicen sobre él, y una etiqueta semántica, constituida por el conjunto de notas intensivas y predicados semánticos que, manifestados de forma discreta a lo largo del discurso, proceden del Narrador y de los personajes actanciales del Quijote, pero nunca del propio Cide Hamete, que jamás habla por sí mismo.
Las notas intensivas más recurrentes sobre Cide Hamete proceden inicialmente del Narrador-editor, e insisten en presentarlo como «autor arábigo y manchego» (22, I) y como cronista o «historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio» (16, I), de modo que resulta situado en el intertexto literario de los «autores ficticios», sabios y encantadores, habituales en las novelas de caballerías. Las notas intensivas que sobre Cide Hamete proceden de los personajes de la historia son posteriores a los predicados semánticos del Narrador, y no se manifiestan propiamente hasta el capítulo II de la segunda parte, pues hasta entonces Don Quijote no toma conciencia de la identidad del sabio historiador a quien está encomendada la crónica de su historia.
«-[...], con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.
-Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir.
-Y ¡cómo -dijo Sancho- si era sabio y encantador, pues (según dice el bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo) que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena!
-Ese nombre es de moro -respondió don Quijote.»

(2, II)               


El capítulo III de la segunda parte es uno de los más completos respecto a la configuración de la etiqueta semántica de Cide Hamete Benengeli. Este capítulo puede leerse como un irónico metadiscurso de Cervantes sobre el Quijote de 1605; los personajes sirven de portavoces del autor, quien actúa sobre las opiniones e impresiones que en el público ha causado la primera parte de la novela. Los datos más sobresalientes que se desprenden del diálogo entre Don Quijote, Sancho y el bachiller Sansón, revelan que el hidalgo atiende ante todo a la veracidad de la narración, porque «desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas». Cervantes parece sugerir con intervenciones de este tipo la naturaleza fantasmagórica y fugitiva, meramente virtual y a todas luces inverosímil, de este recurso literario: «La existencia de Cide Hamete -escribe E.C. Riley (1962/1984: 323)- es una especie de burla, y tan afortunada que se perdona casi siempre su evidente despropósito. Es el único ejemplo de total inverosimilitud en el libro...». La fortuna del artificio procede de las amplísimas posibilidades polifónicas y pragmáticas que adquiere en el discurso del Quijote.
Por su parte, Sansón Carrasco parece actuar como portavoz de Cervantes, informando del número y lugar de las ediciones de la primera parte, de su historiador y traductor, del tratamiento que en ella han recibido los personajes, y de algunos de los comentarios habituales que el público del momento solía hacerse tras su lectura.
Los comentarios de Cervantes sobre el juicio de algunos de sus contemporáneos sobre las historias intercaladas en la primera parte suelen entenderse como una ironía hacia los mismos, y parece que no puede ser de otro modo. Cervantes opina, por boca de Sansón, sobre la edición de 1605, y sitúa la acción de la segunda parte por referencia al mundo ficcional y universo discursivo de la segunda. Este capítulo, junto el VIII y el IX de la primera parte, debe estimarse como un discurso metanarrativo, pues desde ellos se define la posición del narrador, y su establecimiento en la estratificación discursiva más amplia y externa del relato, en la que opera como narrador heterodiegético y extradiegético.
3. Funcionalidad, transformaciones en el discurso y relaciones con los restantes personajes. Hemos indicado que Cide Hamete Benengeli constituye como personaje literario uno de los segmentos discretos del sistema retórico de autores ficticios, y que se sitúa en una estratificación discursiva diferente de la que ocupan los personajes actanciales, de modo que desde el punto de vista funcional se caracteriza por el cumplimiento de una motivación estilística y retórica, nunca secuencial, en la que pueden advertirse fines concretos. El personaje Cide Hamete Benengeli actúa como recurso literario desde los límites que le impone el nivel discursivo en que se encuentra, y se caracteriza, desde este punto de vista, por las relaciones verticales y centrípetas que mantiene formalmente con el estrato discursivo en el que se encuentran los personajes actantes, y por las relaciones igualmente verticales, pero centrífugas esta vez, que establece con el Narrador-editor del Quijote, quien se sitúa en un nivel discursivo exterior y englobante al de Cide Hamete.
Una de las funciones más recurrentes de Cide Hamete a lo largo del Quijote, en sus relaciones con el Narrador, consiste en ser presentado o citado como depositario y responsable de la narración de aquellos episodios más discutiblemente verosímiles, como sucede, por ejemplo, en las aventuras de la cueva de Montesinos, el mono adivino de maese Pedro, la cabeza encantada de don Antonio Moreno9, o el diálogo tan «decoroso» que mantiene al comienzo de la segunda parte Sancho Panza con su mujer, donde el Narrador transcribe las citas literales más amplias de Cide Hamete, y Cervantes intensifica su distancia respecto al relato de acontecimientos supuestamente inverosímiles.
«Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo se cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído; porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aún pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las objeciones que podían ponerle de mentiroso; y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua.»

(10, II)               


Otro de los rasgos que matizan la relación de Cide Hamete con el Narrador-editor del Quijote, en cuyo discurso se envuelve y comunica el del autor arábigo, es el de la ironía. Con frecuencia, Cide Hamete y su discurso son citados en momentos esencialmente cómicos de la acción narrativa a propósito de nimiedades singulares, lo que confiere una indudable expresión irónica a este personaje arábigo cuyo nombre no puede estar más en consonancia con este tipo de situaciones. Basta recordar, entre otras, la escena en que doña Rodríguez acude al aposento de Don Quijote para pedirle ayuda contra el villano del duque que había mancillado a su hija, y ambos se besan mutuamente las manos: el Narrador advierte que «aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor almalafa de dos que tenía» (48, II)10.
Cide Hamete Benengeli aparece con frecuencia asociado por el Narrador a los momentos más cómicos y risibles de la historia de Don Quijote, lo que convierte al cronista arábigo en uno de los personajes más burlados de la novela, y más sobresalientemente pasivos de ella, ya que Hamete no actúa en ningún momento como agente de nada: jamás habla directamente, ya que sus palabras son citadas y manipuladas por el Narrador de la forma, irónica con frecuencia, que él estima más conveniente; por otro lado, en su relación con los personajes actanciales, se configura como una personalidad distante y misteriosa, indudablemente fantasmagórica y legendaria, de cuya autoridad y trabajo se discute y desconfía, pues «su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (3, II). Cide Hamete es un personaje construido por los restantes personajes del Quijote «para» aderezo y uso del Narrador-editor, quien potencia imaginariamente su posición en la obra, y cuyo mérito principal procede de haber permitido a Cervantes la construcción de una «falla» decisiva en el conjunto de las estratificaciones discursivas del relato, al conferir cierta unidad a la expansión polifónica que genera su mera presencia virtual e ilusoria en el sistema narrativo.
Otra de las funciones que Cervantes hace recaer sobre Cide Hamete es la de deslegitimizar la autoridad de Avellaneda sobre Don Quijote, lo que constituye una transformación de las relaciones de Hamete respecto al Narrador, ya que como es lógico este cometido del cronista árabe no estaba previsto inicialmente. De nuevo, son los personajes principales cervantinos los que convierten a Cide Hamete en el auténtico cronista de la verdadera historia de Don Quijote:
«-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros; mi amo, valiente, discreto y enamorado, y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
-Yo así lo creo -dijo don Juan-, y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.»

(59, II)               


El mismo comportamiento de «agente», frente a la pasividad del moro, que es esgrimido como una especie de símbolo totémico, ante el Quijote de Avellaneda, caracteriza al Narrador-editor respecto a la presentación de Hamete como el único cronista verdadero de las hazañas de Don Quijote, si bien con los habituales ribetes de ironía que matizan sus relaciones (Narrador/cronista arábigo), bien diferentes de las que le profesan los personajes actanciales (Don Quijote, Sancho, etc.../Cide Hamete): «Bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha, no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en las falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores» (61, II)11. Cervantes, a través del Narrador-editor, pone en boca de Cide Hamete Benengeli sus propios pensamientos a propósito del falso Quijote, y cierra la narración del suyo en la forma que conocemos.
«Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma:
-“Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir, y decirles en el mejor modo que pudieres:

¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada;
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada.

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio”».

(74, II)               


4. El intertexto literario. E.C. Riley (1962), al tratar de explicar la complejidad del sistema narrativo del Quijote desde el punto de vista de la teoría literaria conocida por Cervantes, describe el recurso de los autores ficticios y advierte que con Cide Hamete Benengeli Cervantes no se limita a parodiar un gastado artificio de la literatura caballeresca, como en efecto si ocurre con el sabio Alisolán, que aparece en el Quijote de Avellaneda, sino que «el efecto que consigue es aumentar la ya notable profundidad del libro», al hacer del moro «un personaje deliberadamente absurdo», que, «como autor ficticio, consigue, en relación a los presentes en la literatura caballeresca, una dimensión inesperada», y unas posibilidades extraordinariamente enriquecedoras desde el punto de vista pragmático y polifónico de la novela12.
Es, pues, indudable que la construcción del personaje Cide Hamete, al margen de las condiciones esenciales que adquiere en el Quijote cervantino, se inscribe en una tradición e intertexto literario propios de la literatura de caballerías; como advierte el mismo E.C. Riley (1962/1971: 318), pese a que las ventajas que supone el relatar los acontecimientos a través de otra persona sí habían sido señaladas por los tratadistas13, algunos de los cuales sí habían sido leídos por Cervantes, «es sumamente improbable que el recurso al autor ficticio pueda ser en Cervantes resultado de sus lecturas sobre teoría literaria».
5. Las transducciones de Cide Hamete. Hemos insistido con anterioridad en que la mayor parte de los estudios tradicionales sobre el papel del narrador en el Quijote atribuyen con frecuencia a los autores ficticios una función narrativa, e identifican finalmente a Cide Hamete con el narrador delQuijote, lo que constituye una auténtica transducción, es decir, una interpretación que transforma esencialmente el sentido comunicado por el texto. Algunas de estas transducciones han sido formuladas por autores de singular prestigio, y en muchos casos han sido motivadas por la excesiva complejidad narrativa que manifiesta la novela Cervantina, con sus frecuentes y alternantes denominaciones -nulas en otros casos- de los autores ficticios, creados por el Narrador y los propios personajes de la historia14.
E.C. Riley, a propósito de los autores ficticios, afirmaba en 1962 que «Cide Hamete es, con mucho, el más importante de todos ellos», y añadía que «es narrador, intermediario y, por derecho propio y a su manera, uno de los personajes», para concluir en que «no debemos ocuparnos de él como narrador» (320)15.
Como han señalado diferentes estudiosos (F. Martínez Bonati, 1977a), el Quijote es un libro muy nutrido de contradicciones lógicas que, antes de hacer de él una obra imperfecta, le confieren un estatuto de especial complejidad estética. Desde este punto de vista, el comienzo del capítulo XLIV de la segunda parte, calificado de «galimatías» por la mayor parte de los editores (Clemencín comenta que «es una algarabía que no se entiende») no pone ninguna claridad en el problema de la pragmática del Quijote y sus procesos elocutivos.
«Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada, como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos...»

(44, II)               





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El «traductor» del Quijote

Otro de los personajes del Quijote que forma parte del sistema retórico de autores ficticios es el morisco aljamiado, al que el Narrador-editor de la novela encarga la traducción de los manuscritos arábigos que contienen los capítulos IX y siguientes de la primera parte y los de la segunda parte completa, redactados anteriormente por Cide Hamete.
Es cierto, como ha escrito M. de Riquer (1973: 273-292) que «su intervención no constituye más que un aspecto muy accidental del recurso paródico a los pseudoautores, traductores e intérpretes de lenguas clásicas...», sin embargo, su presencia en el Quijote no es la de un mero personaje-fantasma, como Cide Hamete, sino la de servir de intermediario, de traductor, entre al manuscrito árabe y su redacción española, tal como la conoce el lector. Desde el punto de vista de la expansión polifónica y la estratificación discursiva en que se desglosa el autor textualizado del Quijote, el traductor morisco se sitúa en un nivel discursivo que envuelve al establecido por Cide Hamete, sobre cuya redacción y manuscritos actúa formal y empíricamente en los términos que declara el Narrador-editor.
El traductor morisco, del que desconocemos su nombre, y sobre el cual el texto apenas proporciona notas intensivas que esclarezcan su identidad, no se limita meramente a traducir el manuscrito de Hamete, sino que incorpora esporádicamente anotaciones y juicios que el Narrador menciona y cita cuidadosamente, de todo lo cual se desprende que lo escrito por un autor resulta discutido o enmendado por el que ha proseguido su labor.
«Llegando a escribir el traductor de esta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer a su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía, y así, prosiguió diciendo...»

(5, II)               


Múltiples autores, múltiples versiones, múltiples anotaciones, parecen disgregar la concepción unitaria del «autor», así como postular la imposibilidad de identificar en los objetos de la realidad la unidad del mundo exterior, que resulta cada vez más complejo, mejor dinamizado y menos solidario16. La siguiente intervención del Narrador permite distinguir con precisión las diferentes manifestaciones discretas del autor textualizado (mejor que «implícito») en el discurso del Quijote (Narrador-editor -> traductor morisco -> Cide Hamete), así como revela que el morisco aljamiado no se limitó a traducir, sino a suprimir incluso, algunos de los fragmentos del manuscrito arábigo que estimaba prolijos, aburridos o, como éste, «menudencias».
«Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.»

(18, II)               


El Narrador-editor del Quijote se desentiende incluso de algunas de las citas de Cide Hamete, atribuyéndolas directamente al morisco aljamiado que traduce la historia. En efecto, en el relato de Don Quijote sobre la aventura de la cueva de Montesinos, Cervantes no responsabiliza a ninguna de las instancias narrativas en que se dispone discrecionalmente el autor (implícito) textualizado, de modo que Don Quijote es el único responsable de su discurso, como así lo subraya el traductor17.
«Dice el que tradujo esa grande historia del original, de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones: «No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito...»

(24, II)               





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Los poetas y académicos de Argamasilla

El texto de Cide Hamete, traducido, transcrito y citado por el Narrador, no constituye el único testimonio ni la única contribución manuscrita al relato de Don Quijote -aunque sí la más extensa y reiterada-, pues, además de la redacción de los capítulos I-VIII de la primera parte, correspondiente al anónimo «autor primero», los últimos párrafos del Quijote de 1605 advierten que en el interior de una caja de plomo18, hallada en los cimientos de una antigua ermita, que un médico pone en manos del Narrador-editor, se encuentran los epitafios y poemas con que este último cierra la primera parte del libro. La autoría de estos versos finales corresponde a los Académicos de Argamasilla, una más de las ficciones cervantinas «constructoras» delQuijote, y que podría considerarse como una más de las manifestaciones discretas del autor (implícito) textualizado.
«Pero el autor de esta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza [...] Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba. En la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres.»

(52, I)               


El discurso que constituyen para la historia de Don Quijote los denominados Académicos de Argamasilla se sitúa horizontalmente en la misma estratificación discursiva que ocupan las intervenciones de Cide Hamete Benengeli y el traductor morisco, y representa, en coexistencia con ellas, una expansión polifónica nueva en el conjunto discursivo, y una manifestación discreta distinta en el sistema retórico de los autores ficticios; del mismo modo, los manuscritos de estos académicos se definen verticalmente por la relación de integración que adquieren en el discurso del Narrador, quien los introduce en su propio mensaje y los modaliza como cree conveniente.



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El Narrador del Quijote

El estatuto que caracteriza al Narrador del Quijote es doble, ya que no sólo pertenece como personaje al sistema retórico de autores ficticios, a los que construye intensionalmente (Cide Hamete), y con los que está en relación directa (morisco aljamiado), al introducir en su propio discurso las aportaciones manuscritas que aquéllos le proporcionan, sino que es además el único de todos los «autores ficticios» que real y verdaderamente narra lo que acontece en el Quijote, como discurso que transcurre in fieri, y cuya escritura es simultánea al acto mismo de enunciación que registra la voz del Narrador.
Forma parte del Quijote, pero no interviene en la historia que comunican los manuscritos que manda traducir, y cuya redacción dispone bajo sus propias modalidades y competencias. Organiza y compila debidamente las diferentes versiones y crónicas (autor primero, Cide Hamete, indicaciones del traductor, poemas de los académicos de Argamasilla...), y las edita como texto -destinado a un narratario, o lector implícito (W. Iser, 1972)-, que en el mundo empírico es firmado (y elaborado) por Miguel de Cervantes, como autor real del mismo, destinado como es natural al conjunto de lectores reales en que nos situamos cada uno de nosotros.
Habitualmente, narra desde la tercera persona y no forma parte de la historia que cuenta (narrador heterodiegético), aunque a veces utilice la primera persona, especialmente para describir su implicación en el proceso de búsqueda y edición de los manuscritos (narrador autodiegético): «Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos...» (8, II); se sitúa en el nivel más externo de las diferentes estratificaciones discursivas que constituyen las diversas instancias locutivas del Quijote (narrador extradiegético), ya que representa la instancia narrativa más elevada del sistema de las diferentes estratificaciones discursivas que dispone la novela: Cervantes -> [Narrador-Editor -> Autor Primero (caps. I-VIII) / Cide Hamete (IX y ss) (traductor morisco) -> Personajes del Quijote que narran historias intercaladas -> Lectores implícitos de cada uno de los niveles narrativos anteriores] -> Lector Real; y dentro de la ficción discursiva es el responsable último del discurso literario, de su universo referencial y de su sistema actancial y ficcional, así como de cada una de las metalepsis del texto, o incursiones del narrador en el texto principal o diégesis (discurso metadiegético [Narrador] -> discurso diegético [Autor Primero y Cide Hamete -> discurso hipodiegético [Personajes actantes que narran historia intercaladas en la trama del Quijote]).
No es sólo un recurso estilístico y retórico, como Cide Hamete y el traductor morisco, sino que, como todo narrador, es una creación específicamente autorial, cervantina: en su constitución no interviene ni uno solo de los restantes personajes del Quijote, a los que él matiza, dispone, agrupa; carece de nombre propio y de dimensión actancial, apenas presenta notas intensivas salvo las que él mismo proporciona sobre sí, no presenta alteraciones sustanciales en sus relaciones con los demás personajes a lo largo del discurso, y se mantiene al margen de todo intertexto literario y contexto social; es él, y no Cide Hamete, quien enuncia el título de cada uno de los capítulos, porque con frecuencia Cide Hamete es citado en ellos -«De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención» (28, II)-, y porque el estilo del Narrador, irónico hacia Don Quijote y el cronista arábigo, es el dominante en los títulos, mientras que el discurso de Hamete es enfático, épico, heroico; es un personaje más del Quijote, el único personaje que narra in fieri, porque su rol actancial consiste en organizar el relato desde el interior, hasta el punto de ser responsable de la edición del propio relato que comunica, al declarar abiertamente todos sus compromisos e intereses en el acto de narrar la historia del ingenioso hidalgo. Es, en suma, el sujeto fundamental de la narración, cuyo discurso envuelve y dispone todo lo existente en el Quijote.
Al Narrador-Editor del Quijote corresponden en el texto de ficción las siguientes disposiciones:
1. La redacción del prólogo de la primera parte de la historia.
2. La organización de los contenidos narrados en los capítulos I-VIII de la primera parte, cuya fuente histórica es un narrador anónimo que en el texto se denomina Autor Primero.
3. La disposición formal de las fuentes y de los acontecimientos narrados desde el capítulo IX hasta el final, cuya fuente histórica es Cide Hamete, labor que implica el hallazgo de los manuscritos y el encargo de su traducción al morisco aljamiado.
4. La adición de los epitafios con que concluye la primera parte, hallados en una caja de plomo, en los cimientos de una ermita en reconstrucción, y que le son entregados por un médico al Narrador-editor.
5. Contraste y compilación de las diferentes fuentes, narración de los hechos y edición del texto tal como es destinado al narratario, o lector implicado en el texto de ficción.
Los tres últimos párrafos del Quijote de 1605 deben leerse detenidamente. Allí se habla con frecuencia del «autor desta historia», y en ningún momento del cronista o historiador de la misma, lo que hace pensar que la voz del que habla entonces -como sucede a lo largo de toda la narración- es la del Narrador-editor del Quijote, y no la de Cide Hamete, siempre citado o entrecomillado. De ser cierta esta hipótesis, los fragmentos finales delQuijote proporcionan importantes notas intensivas acerca de la identidad del Narrador-editor del discurso de ficción: se trata ante todo de un investigador, de un buscador de notas y fragmentos en archivos, bibliotecas y ferias manchegas, sobre la historia de Don Quijote.
Pero el autor de esta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza [...] Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba [...]. Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquirir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo [...] (52, I).



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Los lectores del Quijote

El discurso del Quijote postula dos tipos fundamentales de lector, según nos situemos en el plano de la realidad o de la ficción. Como fenómeno cultural perteneciente al mundo físico (K.R. Popper, 1972), el Quijote constituye un objeto de conocimiento que exige la existencia de un autor real, Miguel de Cervantes, y la presencia posible de un lector real, cualquiera de nosotros, en simetría hermenéutica con el estatuto poiético de aquél.
En toda obra narrativa de arte verbal es posible postular, al lado del lector real, la existencia textualmente demostrable del lector ficticio, que W.C. Booth mencionó por vez primera en 1961 bajo la denominación de «lector implícito», en simétrica referencia a la noción de «autor implícito», y que W. Iser (1972) y los estudiosos de la Escuela de Constanza han considerado en toda la amplitud ofrecida por la estética de la recepción.
Desde nuestro punto de vista, las nociones de autor y lector implícitos son conceptos abstractos, virtuales, ficticios, que, postulados en todo discurso narrativo, ofrecen manifestaciones diversas según los modos y formas en que se lleve a cabo su textualización o sustantivación en el relato. Preferimos, por esta razón, hablar de lector textualizado, mejor que de «lector implícito», ya que desde el momento en que se habla de «lector amable» o «curioso lector», etc..., esta categoría alocutiva se encuentra explícita o textualizada en el discurso. En el Quijote, como sabemos, este artificio estilístico y retórico es muy frecuente como proceso apelativo, hasta tal punto que es posible registrar textualmente una simétrica correspondencia, en el ámbito del receptor interno del relato, con cada una de las manifestaciones discretas y expresiones polifónicas del autor textualizado (o «implícito», según W.C. Booth).
Es indudable que la crónica de Cide Hamete habría tenido sus lectores específicos, que según el texto son al menos el Narrador del Quijote y el morisco aljamiado; y lo mismo sucedería con la traducción de este último y el texto definitivo que elabora el primero; también los manuscritos en que se recogen los poemas de los Académicos de Argamasilla han tenido sus propios lectores, antes de formar parte del Quijote, uno de los cuales hubo de ser el médico que los halló, antes de hacérselos llegar al Narrador-editor, etc... Por esta razón, al lado de la existencia empírica del lector real, consideramos coherente postular la existencia virtual o ficticia de un lector (implícito) textualizado en el Quijote de forma discreta y sincrética: discreta o discontinua como a) Lector del texto del autor primero, b) Lector de la crónica de Cide Hamete19, c) Lector de la traducción del morisco aljamiado, d) Lector de los poemas de los Académicos de Argamasilla, y e) como Narratario20, o lector del texto redactado por el Narrador-editor del relato; y de forma sincrética, como conjunto de instancias que se resuelven virtualmente en la existencia lógica del Narratario, o lector «implícito» textualizado, propiamente dicho, del que las demás instancias no son sino expansiones discretas y locutivas en diferentes e integradoras estratificaciones discursivas21.





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Expansión polifónica en la enunciación del Quijote

Es indudable que el pensamiento humano se manifiesta de forma discontinua, y que sus posibilidades de conocimiento, comprensión y comunicación actúan de forma igualmente discreta. Ningún ser humano dice en un solo discurso todo lo que sabe y pretende, del mismo modo que ninguna obra literaria u objeto artístico se agota en una sola lectura, aunque formalmente se objetive en una sola emisión, pues las formas adquieren siempre cierta estabilidad frente a la multiplicidad e indeterminación de los sentidos que comunican.
Todos los autores ficticios del Quijote son personajes, pero no narradores; y casi todos los personajes del relato son narradores de historias intercaladas, pero no envolventes (Cardenio, Luscinda, el cautivo...), aunque con frecuencia sí autobiográficas. Sin embargo, Cide Hamete, el personaje más pasivo -y si cabe más ficticio- de todo el Quijote, representa la disgregación de la perspectiva autorial única o monológica, al constituir, sólo formal o virtualmente, una de las manifestaciones discretas y polifónicas más dilatadas del autor textualizado en la novela. La historia de Don Quijote se presenta como producto de varios autores (Hamete, el morisco aljamiado...) -y de uno sólo (Cervantes) [identidad y diferencia]- cuyas versiones no convergen, lo que constituye en el relato un signo de discrecionalidad y disgregación, de diferencia en la identidad. La certidumbre de un texto unitario, pretendida por el Narrador-editor, es una mera ilusión. Como ha señalado El Saffar (1989), el cronista de la historia es un moro, el traductor un morisco, los papeles aparecen rasgados y marginados..., las primeras palabras, destinadas a Dulcinea, la describen de forma zafia y grotesca; la circunstancia genética del manuscrito es social, racial y lingüísticamente de lo más heterogénea, y su unidad se discute desde todos los puntos de vista.
A medida que transcurre la narración se intensifica la marginalidad del supuesto autor, en especial desde el capítulo IX de la primera parte. Hay un desplazamiento del centro (autorial) hacia sus márgenes que adquiere una formulación discreta, y que se consigue mediante una transducción22 del autor real, operada y dirigida por él mismo a lo largo de su propio discurso.
El personaje literario se revela en su existencia ficcional y se comprende en su estatuto ontológico a través de una presentación calidoscópica disociada en varias facetas, que se manifiestan de forma discontinua o discreta a lo largo del discurso narrativo. La formulación tautológica del principio de identidad (A = A) permite el desglosamiento de una de sus entidades en sucesivas e ilimitadas unidades discretas (A = a1, a2, a3..., an), que encuentran su correspondencia en cada una de las manifestaciones textuales del personaje, cuya suma equivale a su constitución ontológica global, definitiva, asequible así al conocimiento del lector, y sólo comprensible a través de declaraciones discursivas y funcionales proporcionadas por el texto.
Desde nuestro punto de vista, la narración del Quijote se construye sobre la disposición textual, expansionalmente discreta y polifónica, del autor implícito textualizado, en entidades de ficción que se sustantivan formal y ontológicamente en personajes concretos, los cuales, con nombre propio o no, y dotados en mayor o menor grado de predicados semánticos y notas intensivas, son los que constituyen el sistema retórico de autores ficticios (autor primero, Cide Hamete, traductor morisco, poetas de Argamasilla y Narrador-editor), cuya fragmentación debe entenderse como reflejo icónico de la dificultad que encuentra el hombre barroco en conferir unidad a los objetos de la experiencia, que sitúa todavía en el mundo exterior. Se admite que el personaje se multiplica y se complica en el discurso literario como una imagen en una galería de espejos, pues el concepto de persona como unidad compacta y racional por relación a la cual se construye el ente de ficción ha sido discutida con frecuencia, y presenta diferencias según las épocas y períodos.
F. Martínez Bonati (1977a) pone en relación la presencia en el discurso de múltiples narradores, así como la inconsistente coherencia de su disposición23, con la tendencia general de toda la obra a discutir una y otra vez la unidad que ella misma propone desde otros puntos de vista, y advierte que «todo esto tiende a romper el marco formal de la obra, que naturalmente es soporte de unidad [...]. El narrador determina, dentro del marco de la obra, un gesto de trascendencia, hacia lo real del presente histórico» (359)24
H. Hatzfeld (1964), en sus estudios sobre el barroco, ha hablado del fusionismo como de aquella tendencia a unificar en un todo múltiples pormenores, y a asociar y mezclar en una unidad orgánica elementos contradictorios; del mismo modo, A. Cioranescu (1957) ha insistido en este aspecto al advertir que los objetos de la literatura barroca (personajes, narradores, paisajes, acciones, escenarios...) no se describen propiamente, sino que se sugieren, de modo que sus contornos se atenúan y confunden, de forma semejante a lo que sucede en la pintura con la técnica del claroscuro. Las figuras humanas y sus acciones se reflejan en la visión de los personajes, como si se tratara de un espejo en que se reflejase la realidad. Parece indudable, pues, que la disposición discreta y polifónica del sistema narrativo del Quijote obedece a esta exigencia prototípicamente barroca, de conferir solidez a conjuntos orgánicos claramente contradictorios e inestables, pese a que la visión de unidad que trata de proyectar el hombre sobre su realidad exterior resulta una y otra vez defraudada y discutida. Habrá que aguardar a la llegada de la Ilustración y del Romanticismo para que los presupuestos epistemológicos de estos períodos justifiquen el estatuto unitario del objeto de conocimiento en el pensamiento y la conciencia subjetivas del hombre, que ya no en el mundo exterior.





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