¡Aún escucho caer la lluvia antes que tú!, de Liliana Bodoc


—¡Es verdad que Kupuka está muy viejo! —dijo Wilkilén—. ¡También olvidó su sombra!
—Yo creo que se fue tan rápido que ella no pudo seguirlo —opinó Kuy-Kuyen.
—¡Eso no importa! —Piukeman no estaba de acuerdo con su hermana—. Las flechas vuelan más rápido, y llevan su sombra consigo.
—Kupuka no hace las cosas sin una razón —intervino Thungür.
—Yo conozco esa razón —dijo Kume con una mueca nerviosa—. De vez en cuando le divierte asustar a los hombres.
La conversación de los niños disipó la impresión que había causado el prodigio. Dulkancellin recordó sus obligaciones y se dirigió al huésped, que en ese momento comenzaba a recorrer con la vista cada detalle de la casa.

—Muéstranos la señal para que sepamos que eres quien dices ser —pidió el guerrero. Y agregó: Muéstranos esa pluma que, extrañamente, no nos mostraste por propia voluntad.
—¡Claro que no lo hice! —rezongó Cucub—. Recibí órdenes de no hacerlo antes de que me fuese requerido. Comprenderás que también nosotros debíamos comprobar que son ustedes quienes dicen ser. ¡No fuera yo a conducir un impostor hasta la mismísima Casa de las Estrellas! Pero ya que Kupuka demostró conocer la existencia de la señal, y supo que la señal es una pluma de Kúkul, estoy obligado a ponerla frente a tus ojos como testimonio de mi fidelidad a los Astrónomos.
Cucub arrastró su bolsa cerca de la luz de aceite y, una vez allí, se hincó para buscar con mayor comodidad. Los husihuilkes aprovecharon la ocasión para observar al zitzahay con detenimiento. Les resultaba difícil entender cómo podía moverse con soltura bajo tanta cosa que llevaba puesta. Kuy-Kuyen se quedó mirando las piedras verdes engarzadas en los aros, el brazalete y el collar de siete vueltas. "No hay piedras como ésas en el bosque. Y tampoco las traen los que bajan de Wilú-Wilú", pensó Kuy-Kuyen. Una vara muy delgada que Cucub tenía atada al cinturón, y que se arqueó sin dañarse cuando se arrodilló, llamó la atención de Thungür. Vieja Kush, por su parte, prefirió observar una sarta de semillas que aparecía y desaparecía entre los pliegues de su ropa. "Esas semillas que trae enhebradas deben ser de la planta de oacal", dijo la anciana para sus adentros. El cabello del zitzahay, corto y de áspera textura, era la risa de Wilkilén. Dulkancellin advirtió la cerbatana que Cucub llevaba a su costado, muy cerca del bastón. Pero, aunque se esforzó, no pudo descubrir dónde ocultaba los dardos y el veneno. La asombrosa apariencia del zitzahay logró que los husihuilkes dejaran de lado la discreción del buen invitante, y se quedaran observándolo sin reservas. Mientras tanto, Cucub había sacado casi todos los objetos de su bolsa. Las cosas no estaban bien para él; y peor se pusieron cuando Dulkancellin volvió a ocuparse del asunto.
—¿Qué sucede? No deberías dudar sobre el lugar en el que tienes guardada la pluma.
A pesar del tono de su comentario, Dulkancellin tenía por seguro que Cucub iba a encontrar la señal de un momento a otro. Pero su seguridad desapareció cuando el zitzahay levantó el rostro empalidecido. Y desde la posición en la que se hallaba, le habló de a pedazos:
—Estaba aquí…Sé que estaba…en este lugar. Yo la guardé con cuidado pero… Pero ahora no puedo encontrarla.
—¿Dices que no puedes encontrarla? —repitió Dulkancellin—. Me estás diciendo que perdiste la señal del verdadero enviado, que la pluma estaba allí y ya no está, que ha desaparecido. ¿Y tú esperas que yo crea eso?
—Sí. Quiero decir, no —balbuceó Cucub—. No lo espero. Tú tienes razón, toda la razón. Entiendo que no es fácil creerme. Pero, por favor, déjame intentarlo de nuevo. Esa pluma de Kúkul tiene que aparecer.
El zitzahay volvió a buscar en todos los rincones de su bolsa. Revisó, objeto por objeto, todo lo que en ella llevaba; la puso boca abajo y la sacudió con fuerza. Pero no obtuvo ningún resultado. "Tiene que estar aquí… tiene que estar aquí" repetía sin parar. Se secó la frente con la mano, se palpó a sí mismo sin ninguna esperanza y recomenzó la búsqueda. Finalmente, después de comprobar lo que parecía imposible, Cucub se dio por vencido: la pluma de Kúkul se había esfumado y él no era capaz de dar ninguna explicación sensata. Nada excusaba la pérdida de la señal que los Astrónomos le entregaron para que fuese reconocido como el legítimo mensajero. Cucub sabía que no poseerla lo ponía en una situación temible, y tornaba incierto su destino. Miró a su alrededor con la ilusión última de reconocer, en algún lugar de la casa, el particular color verde de una pluma de Kúkul. Tampoco tuvo suerte.
Entonces se puso de pie y, frente al gesto grave de los husihuilkes, hizo un esfuerzo por sonreír.
—Escúchame, Dulkancellin —pidió Cucub—. No se decirte cómo ha sucedido esto. No sé si un mal viento se la llevó lejos, o si una voluntad enemiga la transformó en granos de polvo. Pero lo que haya sido debió pasar muy cerca de aquí, porque poco antes de llegar a esta casa me aseguré de tenerla. En ese momento la pluma seguía guardada en su lugar. ¡La vi con mis propios ojos! Créeme, guerrero, yo soy el mensajero que Kupuka y tú estaban esperando.
—No voy a creerte —dijo Dulkancellin—. No debo creerte. El Brujo de la Tierra habló con claridad. Tú estabas obligado a presentarnos una pluma de Kúkul para probar que tus palabras y tus intenciones son la misma cosa. No has podido hacerlo, y todo lo que digas en adelante podría decirlo un traidor.

—Deberíamos esperar a Kupuka —Cucub intentaba demorar la decisión que Dulkancellin ya había tomado.
—Sabes que Kupuka no regresará aquí por ahora. Escuchaste, como yo escuché, que saldrá a encontrarnos en el camino —el guerrero respiró profundo. Comprendía lo que era necesario hacer y demorarlo, lo sabía bien, resultaría para Cucub una cruel concesión—. Me ordenaron aceptar esta misión y así lo hice. Quieren que piense y que actúe en nombre de toda la gente husihuilke. Para eso, no tengo más que pensar y obrar como ellos lo harían. Ya que mi solo discernimiento debe reemplazar al Consejo de ancianos y guerreros, no diré palabras diferentes a las que saldrían de sus bocas. Te sentencio como hemos sentenciado a los traidores desde que el sol nos ve despertar en Los Confines. La muerte es justicia para ti, zitzahay. Y tardará el tiempo que nos lleve caminar hasta el bosque.
La sentencia sonó desapasionada en la voz de Dulkancellin. No se reconocía en ella el acento del odio pero tampoco el de la debilidad. Estaba claro que nada de lo que Cucub pudiese hacer o decir cambiaría las cosas. El zitzahay, fijos los ojos en la tibia presencia de Kush, fue desmoronándose hasta quedar inmóvil en el suelo como uno de los tantos objetos extravagantes que había desparramado. Dulkancellin se alejó de él, sin decir nada. Cuando Cucub vio que el guerrero salía de la habitación, la idea de salvarse tomó forma en su cabeza. Tenía libres las manos y los pies… Tal vez fuera posible escapar de allí y correr en dirección al bosque. Entonces recordó la pesada tranca que cerraba la puerta. Eso, más la segura intervención de Thungür y de Kume, era suficiente para detenerlo mientras Dulkancellin llegara. Nada conseguiría por la fuerza, pero le quedaba la sorpresa. Si alcanzaba a cargar la cerbatana antes de que el husihuilke regresara… Un dardo certero dejaría paralizado a Dulkancellin. El resto sería fácil. Cucub seguía muy quieto. Nada en su aspecto hacía sospechar la agitación de sus pensamientos, que se atropellaban unos a otros y se enredaban en direcciones desordenadas. La decisión del condenado llegó por el camino más sencillo: no tenía nada que perder. El zitzahay se inclinó sobre sí mismo para evitar que Kush y los niños advirtieran la maniobra. Al tacto, buscó los dardos envenenados y extrajo uno de la dura vaina vegetal que lo resguardaba. Con un movimiento inapreciable, fue acercando su mano a la cerbatana. Sin embargo, antes de alcanzar a rozarla, mucho antes. Antes de decidir que no tenía nada que perder. Antes, aún, de abandonar Beleram con destino a Los Confines el plazo se le había acabado. Dulkancellin estaba junto a él, sosteniéndolo de un brazo.
La desesperación se metió en el pecho de Cucub. Y tanto lo oprimió y ocupó el lugar del aire, que el pequeño hombre tuvo que respirar a bocanadas para no perder el sentido.
—Levántate y camina por ti mismo —le dijo Dulkancellin. Permitirle llegar sin ataduras al lugar de la muerte era un signo de respeto que Cucub no pudo valorar.
—Llévate contigo lo que trajiste, te hará buena compañía —volvió a decir el guerrero.
Tembloroso, Cucub guardó todas sus cosas en la bolsa y se levantó despacio.
—Permíteme ir a buscar el resto —pidió el zitzahay, señalando lo que Kush y Kuy-Kuyen habían separado. Algo debió cambiar en el espíritu de Cucub mientras caminaba en busca de sus pertenencias, porque cuando se volvió hacia los husihuilkes ya no temblaba. Avanzó con la cabeza erguida y el rostro, en alguna forma, embellecido. Todos comprendieron que había aceptado morir.
—Podemos irnos —fue lo único que dijo, parado frente a Dulkancellin.
Su ánimo no se doblegó ni siquiera después de adivinar la forma de un hacha bajo la capa que el guerrero traía puesta.
—No sufrirás —dijo Dulkancellin. Su mirada había seguido la de Cucub—. Y luego estarás a salvo del tiempo. Buscaré un árbol que pueda sostenerte entre sus ramas, y usaré esta capa para proteger tu cuerpo de la rapiña. Los dos hombres se dispusieron a partir. Justo entonces, Kume dio un paso adelante.
—¡Padre, espera! —pidió el muchacho.
Con la palma de su mano extendida, Vieja Kush le indicó a Kume que se detuviera y pronunció sus propias palabras:
—¡Dulkancellin, no lleves al zitzahay al bosque! Déjalo con vida, y emprende con él tu viaje al norte. No habrás abandonado el camino que conoces cuando encuentres a Kupuka. ¡Que el Brujo de la Tierra decida la suerte del que dice llamarse Cucub!
—Sabes que no puedo hacer eso —respondió Dulkancellin, sin comprender todavía que su madre no estaba suplicando.
—Estoy invocando mi derecho —dijo la anciana suavemente—. Aún escucho caer la lluvia antes que tú. Y digo, con amargura, que es éste el momento de negar tu decisión.
—Niegas las leyes —murmuró el hijo.
—Son leyes, también, las que me otorgan el derecho que estoy invocando. He sido la primera de esta casa que escuchó el sonido del agua sobre la fronda.
Cada temporada, desde que Dulkancellin tenía memoria, Vieja Kush ganaba el derecho de la lluvia. Sin embargo, nunca antes lo había hecho valer. El desconcierto era grande en el alma del guerrero. ¿Por qué su madre se entrometía en sucesos tan graves?
—Anciana, también niegas la justicia.
—¿Acaso esta anciana ha pedido que no lo ajusticies? — replicó Kush—. No he dicho eso, sino que aguardes hasta que Kupuka conozca lo ocurrido y apruebe la sentencia. Nuestra justicia no es potestad de un solo hombre. Y quien ha dispuesto la muerte de Cucub no es el Consejo, es uno que ha obrado como si lo fuera.
—No encuentro mejor manera de obrar —dijo Dulkancellin.
—Haz lo que dijiste: observa las leyes —respondió su madre—. Por una vez, impondré mi voluntad contra la tuya. Me asiste el derecho de la lluvia. ¿Piensas que raramente los husihuilkes lo reclamamos? ¿Piensas que yo misma jamás lo hice? Pues lo hago ahora, porque así me lo demanda la voz de adentro.
Dulkancellin vacilaba entre las razones de Kush y sus razones.
—Hijo, ten cuidado. No es bueno que un hombre y sus leyes sean cosas distintas.
—Respetaré tu derecho —dijo el guerrero.
El zitzahay tenía los ojos cerrados y parecía ausente, como si todo aquello le resultara ajeno. Tanto que Dulkancellin lo sacudió con fuerza:
—¡Escucha! No sé que sortilegios usaste para ensombrecer el entendimiento de esta mujer. Pero ni esos, ni todos los que seas capaz de realizar, confundirán a Kupuka.
Partirás conmigo como prisionero.
Dulkancellin despojó a Cucub de algunas de sus prendas y de casi todos los objetos que llevaba encima.
—¡Siéntate allí! —ordenó—. Nos iremos cuando el sol salga tres veces. Y, entiende esto, tienes la vida pero no tienes la libertad.
La expresión del zitzahay en nada se asemejaba a la alegría. Caminó despacio, y se desplomó en el sitio que Dulkancellin le había señalado.
—¡Vamos, hijas! —dijo Vieja Kush—. Hay un viaje que preparar.
La anciana estaba empezando a sentir las punzadas de la duda. Comprendió que sus palabras habían torcido el rumbo de grandes acontecimientos, y tuvo miedo de ha berse equivocado. Dulkancellin, por su parte, no quiso averiguar si era alivio aquel deseo de respirar hondo el aire húmedo de la noche.

(Fragmento de "Los días del venado")



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