Mi tío sonreía en navidad, de Daniel Moyano

Qué pasa, decía siempre mi tío ante alguna situación que podía alterar el transcurrir de aquellos días idénticos, y la respuesta, de mi tía o de alguno de nosotros, era una serie de palabras fluctuantes que no aclaraban nada y más bien parecían prolongar el hecho. Entonces él replicaba con un gesto de su cara, generalmente oblicuo, como si con eso aceptase la irrupción de un nuevo suceso en su vida resignada de antemano.
Las cosas que pasaban, relacionadas a veces con sus muchos hijos, rozaban siempre la integridad física, procuraban alterar la vida, caían de las nubes, reptaban en los zanjones, bordeaban la muerte en sus variadas correspondencias. Y como las cosas nunca llegaban a ese extremo, él podía decir qué pasa, no como pregunta, sino como resignación.
Siempre que despertaba de su breve siesta para volver a la fábrica de cemento tenía que decir qué pasa. Cuando se adormilaba, después de comer, posando su figura inclinada sobre una mesa punitoria, los niños se iban hacia la siesta de los baldíos próximos, donde existían las caídas y las mutilaciones. De noche, en cambio, cuando ellos dormían desparramados en la única cama, eran los propios territorios de los baldíos los que acudían por sí mismos a los cuerpos de los niños, en la súbita fiebre, en el paso acelerado de los más grandes procurando auxilio en la noche para buscar ayuda ante hechos que arrancaban un nuevo qué pasa a mi tío, de esos que nunca tuvieron respuesta o explicación. Porque nosotros nunca entendimos ni supimos nada por aquellos años: para qué estaba la fábrica, por qué había peleas al repartir la comida, por qué mi tía lloraba encerrada en su pieza.
El fue siempre grande y viejo. Tomaba mate acostado, en la mañana oscura y en la siesta, antes de que sonara la sirena de la fábrica. Sostenía el mate penosamente; sus dedos, gordos de cemento y muy cuarteados, no le permitían formar la curva necesaria para asirlo normalmente. Lo sostenía como se podría sostener una lastimadura, si ello es posible. Después se iba a hombrear bolsas en los patios hectáreas de la fábrica sin decir hasta luego ni hola al regresar, siempre con esa mirada oblicua cuando trataba de entender las cosas y ese paso inclinado cuando regresaba, siempre con la única expresión verbal monótona que lo salvaba del silencio.
Sin embargo, hubo una variante, al menos en el tono de su voz, que una vez observó mi tía. Fue cuando los doctores y las enfermeras le salvaron uno de los hijos agitando guardapolvos y algodones blancos, jeringas transparentes, pares de botellitas y automóviles que partían apurados. El no pudo ir al hospital porque la sirena estaba por sonar, y esa tarde, cuando volvimos, nos preguntó qué pasa de una manera distinta que no entendimos porque estábamos apurados, pero mi tía dijo más tarde: ¿Vieron que el tío está cada día más ronco?
Ella parecía amarlo, aunque nunca mereciese una respuesta de él cuando le preguntaba algo. Lo acompañaba todas las mañanas hasta la puerta, y allí lo esperaba cuando regresaba. Entonces él solía mirarla rápidamente mientras ubicaba su cuerpo en el espacio de la puerta que ella dejaba libre para que entrara. Entendí eso de la ronquera años después, cuando aumentó. Era el polvo del cemento que tragaba en la fábrica, que le iba deformando la voz, y así parecía que decía las palabras con una garganta al aire libre, como tomaba el mate con las manos suicidantes.
El cuerpo se le fue yendo poco a poco en la fábrica, aunque no las partes fundamentales. Finalmente la fábrica nos lo devolvió y él quedó caminando todavía, aunque muy vulnerado. Caminaba inclinado en círculos interminables, en el fondo de la casa, como si estuviese postrado. Y como entonces las cosas se pusieron más ariscas para nosotros, él tuvo que repetir muchas veces su expresión única indagatoria ante el ruido estéril de las tapas de las ollas mecidas por el viento, la cesación del azúcar, la periodicidad de la leche, antes cotidiana; también ante los encierros repentinos de mi tía en su pieza, donde algún bicho dañino le picaba los ojos hasta abultárselos y crisparle las manos, que se tomaban entre sí como queriendo decir algo. Hubo nuevos revuelos de ropa tan blanca, automóviles furtivos y noches de mirarse las caras levantados. Pero todo anduvo bien porque los años evidentemente pasaron, y con ellos la imprescindibilidad de la leche y aun de mi propio tío, que tuvo que entregar finalmente los órganos que le había dejado la fábrica.
Mi tía de noche teje para afuera, porque algunos de los chicos no crecieron todavía lo suficiente. En esta ciudad, donde nunca hay viento, cualquier ruido nocturno la altera. Las pocas veces que sopla una brisa refrescante ella alza los ojos, me mira y pregunta: ¿qué pasa?
No respondo. Ella entonces vuelve a contarme, como si yo no lo supiera, cómo era el tío. Era bueno, dice; y una vez sonrió, lo puedo asegurar. Era un día de fiesta. Creo que Navidad. Ustedes dormían en el patio y nosotros estábamos despiertos todavía, tomando clericó. El se puso a contarlos uno por uno, señalándolos con un dedo, y dijo que después de todo estaban casi criados, que después de todo estaban todos vivos. Yo le vi la cara. Fue una sonrisa muy corta, pero una verdadera sonrisa. Y qué hermoso, Dios mío, parecía tu tío aquella noche.

1 comentario:

Mariano dijo...

Hermoso, afectivo y muy cálido. Un abrazo